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Desde el primer momento me convencí de que aquél era un asunto oscuro muy difícil de desenredar. Yendo de Los Maitenes, es decir, de oriente a poniente, en una extensión de dos leguas, el camino bordeaba la orilla izquierda de la quebrada del Canelo, que sólo se podía cruzar por un puente situado a tres cuartos de legua de la Angostura de la Patagua. Siguiendo desde aquí el curso de las aguas había un vado a una legua de distancia. Exceptuando el vado y el puente, la quebrada era absolutamente infranqueable por otro punto. Todo el terreno recorrido por el camino, hasta muchas cuadras hacia el sur, estaba formado por desnudos lomajes donde no se veían ni un árbol ni un matorral. Sólo en el lugar en que aparecía el fantasma, una escarpada colina en forma de espolón, se avanzaba hacia la quebrada, obligando a la carretera a estrecharse en aquel sitio y a cruzar el foso.

El paraje elegido por La Chascuda para sus asaltos se prestaba admirablemente para una emboscada. No había medio para eludir aquel mal paso. Me asomé al borde de la quebrada y examiné la viejísima patagua, cuyo copudo ramaje cubría como un toldo el pequeño barranco que cortaba la carretera. Su grueso y nudoso tronco destacábase del flanco de la quebrada a diez metros bajo mis pies. Desde ahí hasta la espesa y verde maraña de las quilas, debajo de las cuales se deslizaba el arroyo (otros treinta metros a lo menos), sólo se veían en el muro liso, cortado a pique, algunos bóquiles y espinos raquíticos. En el lado opuesto de la quebrada la vertiente desaparecía bajo un espeso bosque de robles, de peumos y de arrayanes. El resultado de esta inspección vino a confirmarse en la creencia de que sólo los pájaros podían salvar aquella enorme depresión del terreno. Tenía ya un hecho cierto.

El forajido no podía venir ni huir por ese lado. Para llegar hasta la patagua y para alejarse de ella tenía forzosamente que atravesar un espacio descubierto y liso como la palma de la mano. Nada más fácil entonces que ocultarse en el barranco y echarle la zarpa cuando se presentase a ejercer su lucrativo oficio. Este plan me pareció magnífico y decidí ponerlo en práctica esa misma noche, pero cuando iba a comunicarlo a los que me acompañaban me asaltó una reflexión: ¿No sería conveniente registrar el árbol por si se encontraba un indicio que nos guiase en la pesquisa? La idea era excelente y para realizarla les indiqué se subiesen y escudriñasen entre las ramas. Con sólo ver la expresión de sus caras comprendí que se burlaban de mi proposición. ¿Rastrear a La Chascuda? ¡Seguirle la pista! ¡Sólo a un futre podía ocurrírsele semejante proyecto!

Uno de ellos no pudo resistir y me dijo socarronamente: No piense, patrón, en seguirle el rastro a La Chascuda. Estas son cosas del otro mundo. Lo que hay que hacer es cortar la patagua y rellenar la zanja. Luego no estaría de más rezar algunos credos y desparramar un poco de agua bendita.

La idea de cortar la patagua y rellenar la zanja me pareció felicísima y determiné llevarla a cabo en cuanto nos apoderásemos del malhechor.

La inspección del ramaje y aún del tronco, para ver si había en él un hueco que sirviese de escondite, no dio ningún resultado, lo que acentuó la expresión irónica y triunfante que resplandecía en el rostro de los incrédulos campesinos.

Para abreviar diré a ustedes que, al anochecer, acompañado de seis jinetes elegidos entre los que me parecieron los más valientes e intrépidos del fundo, galopaba en demanda de la Angostura de la Patagua

La noche era oscura y ni un alma encontramos en la solitaria carretera. Al llegar a una pequeña hondonada, a cuatro o cinco cuadras del temido paso, hice alto, ordené echar pie a tierra y expuse a mis acompañantes con toda claridad mi plan. Dos se quedarían ahí al cuidado de los caballos y los otros cuatro marcharían al sitio de la aparición, donde se ocultarían lo mejor que pudiesen en los repliegues del barranco. En seguida yo, caballero en el mulato, fingiéndome un caminante cualquiera cruzaría por debajo de la patagua, y muy torpes debíamos ser, en caso de que se apareciese La Chascuda, para dejarla escapar.

Contra lo que yo esperaba, este magnífico plan no despertó el menor entusiasmo entre mis oyentes. Mudos e inmóviles como postes se quedaron cuando ordené: ¡Vamos, muchachos, entreguen las riendas a Venancio y a José y caminen sin ruido hacia la zanja! Una vez allí agazápense bien en la sombra de la colina y descuélguense por la parte de arriba del barranco. De este modo, si La Chascuda está ya, como me parece, emboscada en la patagua, no podrá verlos, pero podría sentirlos, por lo cual recomiendo la mayor prudencia.

Apenas hube concluido se dejo oír un murmullo de descontento y percibí claramente estas palabras dichas entre dientes: Yo no voy, yo tampoco, ni yo.

Sentí que se me subía la sangre a la cabeza y les dije con voz contenida pero temblorosa de cólera: ¡Cobardes, van a ejecutar inmediatamente mis órdenes! ¡Ay del que desobedezca!

Ninguno se movió. Acostumbrado a que cumplieran mis mandatos al pie de la letra, bastándome a veces fruncir el ceño para que el más osado de ellos se echase a temblar, casi no podía concebir tal desacato, y ciego de rabia empuñé la guasca y empecé a repartir azotes a diestra y siniestra. Cuando cansado bajé el brazo, una voz que conocí ser la de Pedro me dijo: "Patrón, llévenos a donde está la cuadrilla del Cola de Chicharra y aunque seamos uno contra diez no recularemos carta. Una cosa son duendes y ánimas en pena y otra hombres de carne y hueso. Un cristiano no debe ponerse a caza fantasmas. Las cosas del otro mundo son sagradas, patrón, y el que se mete con ellas tienta a Dios, Nuestro Señor, que permite las apariciones".

Me calmé un tanto y traté de convencerlos de lo infundado de sus temores. Mas todo fue completamente inútil. Ni ofrecimientos ni amenazas dieron el menor resultado. La superstición era en ellos más fuerte que las más tentadoras promesas. A todas mis instancias sólo respondían: A caballo, patrón. Rabioso por este contratiempo me empiné en los estribos y les dije con un tono preñado de amenazas: ¡Está bien, hato de cobardes, mañana ajustaremos cuentas! Y volviendo riendas me encaminé resueltamente a la Angostura de la Patagua. Apenas me había alejado un poco cuando oí a mis espaldas la voz suplicante de José, mi sirviente de confianza, que me decía: ¡Patrón, patroncito, vuélvase por Dios! La Chascuda es el diablo mismito. Venancio le vio la otra noche los cuernos y la cola.

Tiré de las riendas y me volví rabioso: ¡Alto aquí, canalla, proferí, al que se venga detrás lo mato como a un perro!

 
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