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Prefacio
En Física, existe todo un campo de estudio acerca de los remolinos. En los líquidos, cuando se forma lo que se conoce como flujo turbulento, la turbulencia agita el líquido y este tiende a girar, para estabilizarse, en esa forma conocida como remolino. En el hemisferio norte hacia la derecha, en el hemisferio sur hacia la izquierda. Pero, por sobre esa agitación que todo lo desacomoda, justo en contacto con una superficie quieta, existe una zona de flujo laminar. En términos no físicos, un pequeño espacio poco distinguible a simple vista que está en relativa calma. Que se mueve liso y despacio, lejos de la conmoción. Esta historia es una crónica de una de esas etapas en las que la vida se pone patas para arriba y todo lo que creíamos perfecto e inmutable, se altera. Se produce una turbulencia que nos desestabiliza y nos desarma, desorientándonos y haciéndonos dudar de todo lo que tenemos. Podemos acusar a diestra y siniestra a todas las razones que se nos puedan ocurrir. Dios, el destino, la envidia, la bruja de la vuelta. Pero ocurre, y no lo podemos evitar. Entonces, tenemos que intentar salir del remolino para no ser arrastrados a su interior, en el medio de toda nuestra inmensa confusión, mientras esos pilares que son parte de nuestra familia comienzan a moverse. Y por eso, es que nos vemos forzados a recurrir a esa superficie inmóvil que brinda pequeñas zonas de quietud que nos permiten reconstruirnos, respirar y hacernos sentir que no estamos solos. Esos lugares de refugio entre manos amigas y familiares, que nos reconstruyen y reconfortan hasta que la corriente nos vuelva a arrastrar, asegurándonos, solo con pequeños actos y presencias, que sobreviviremos a esta y saldremos mejores y fortalecidos. Ese lugar en donde mueren los remolinos y podemos volver a ser nosotros mismos.
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