¿Por qué no moriste al punto de nacer?
¿Por qué recorres con los pies desnudos ese duro país del
sufrimiento? Di, pobre niña, ¿qué, tú no tienes
ángel de la guarda? Estás muy triste; nadie endulza tu tristeza.
Estás enferma: nadie te cura ni te acaricia blandamente. ¡Ah!
¡Cómo envidiarás a esas niñas felices y dichosas que
te vienen a ver, al lado de sus padres! ¡Ellas no han sentido cómo
la recia mano de un gimnasta desalmado quiebra los huesos, rompe los tendones y
disloca las piernas y los brazos, hasta convertirlos en morillos
elásticos de trapo! Ellas no han sentido cómo se encaja en carne
viva el látigo del adiestrador que te castiga. Para ellas no hay trabajo
duro; no hay vueltas ni equilibrios en la barra fija. ¡Tienen madre!
Di, pobre niña: ¿por qué no te desprendes
del trapecio para morir siquiera y descansar? Tú, enferma blanca, triste,
paseas lánguidamente tu mirada. ¡Cómo debes odiarnos, pobre
niña! Los hombres -pensarás- son monstruos sin piedad, sin
corazón. ¿Por qué permiten este cruentísimo
suplicio? ¿Por qué no me recogen y me dan, ya que soy
huérfana, esa madre divina que se llama la santa Caridad? ¿Por
qué pagan a mis verdugos y entretienen sus ocios con mis penas?
¡Ay, pobre niña!, tú no podrás quejarte nunca a
nadie. Como no tienes madre en la tierra, no conoces a Dios y no le amas.
¡Te llaman hija del aire; si lo fueras, tendrías alas; y si
tuvieras alas, volarías al cielo!
¡Pobre hija del aire! ¡Tal vez duerme ahora en la
fosa común del camposanto! La niña mártir de la temporada
no trabaja en el trapecio, sino a caballo. Todo es uno y lo mismo.