-¿Estás enferma?
-No; pero me duele mucho...
-¿Qué te duele?
-Todo.
La luz de sus pupilas arde tenuemente, como la luz de una
luciérnaga moribunda. Sus delgados labios se abren para dar paso a un
quejido, que ya no tiene fuerzas de salir. Sus bracitos están flacos,
pálidos, exangües. Es la hija del dolor y de la tristeza.
Así, tan pálida y tan triste era la niña que miré
agonizar, y cuya imagen quedó grabada para siempre en mi memoria. La
infancia no tiene para ella tintes sonrosados, ni juegos, ni caricias, ni
alegrías. No: es el alma que viene; es el alma que se va.
Di, pobre niña: ¿qué, no tienes madre?
¿Naciste acaso de una pasionaria, o viniste a la tierra en un
pálido rayo de luna? Si tuvieras madre, si te hubieran arrebatado de sus
brazos, ella, con esa adivinación incomparable que el amor nos da,
sabría que aquí llorabas y sufrías; traspasando los mares,
las montañas, vendría como una loca a libertarte de esta
esclavitud, de este suplicio. No, no hay madres malas; es mentira. La madre es
la proyección de Dios sobre la tierra. Tú eres
huérfana.