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Pero lo que subleva más mis pensamientos es la indigna explotación de los niños. Pocas noches hace, cayó una niña del caballo que montaba y estuvo a punto de ser horriblemente pisoteada. ¿Recordáis a la pobrecita hija del aire, que vino al mismo circo un año hace? Todavía me parece estarla viendo: el payaso se revuelca en la arena, diciendo insulsas gracejadas; de improviso miro subir por el volante cable que termina en la barra del trapecio a un ser débil, pequeño y enfermizo. Es una niña. Sus delgados bracitos van tal vez a quebrarse; su cuello va a troncharse y la cabeza rubia caerá al suelo, como un lirio cuyo delgado tallo tronchó el viento. ¿Cuántos años tiene? ¡Ay! ¡Es casi imposible leer la cifra del tiempo en esa frente pálida, en esos ojos mortecinos, en ese cuerpo adrede deformado! Parece que esos niños nacen viejos.

Ya se encarama a los barrotes del trapecio: ya comienza el suplicio. Aquel cuerpo pequeño se descoyunta y se retuerce, gira como rehilete, se cuelga de la delgada punta de los pies, y, por un milagro de equilibrio, se sostiene en el aire, detenido por los talones diminutos que se pegan a la barra movediza. A ratos, sólo alcanzo a ver una flotante cabellera rubia, suelta como la de Ofelia, que da vueltas y vueltas en el aire. Diríase que la sangre huye espantada de ese frágil cuerpo que tiene la blancura de los asfixiados, y se refugia únicamente en la cabeza. El público aplaude... Ninguna mujer llora. ¡He visto llorar a tantas por la muerte de un canario!

Cuando acaba el suplicio, la niña baja del trapecio, y con sus retratos en la mano comienza a recorrer los palcos y las gradas. Pide una limosna. Pasa cerca de mí: yo la detengo.

 
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de Manuel Gutiérrez Najera

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