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Pocas veces concurro al Circo. Todo espectáculo en que
miro la abyección humana, ya sea moral o física, me repugna
grandemente. Algunas noches hace, sin embargo, entré a la tienda alzada
en la plazoleta del Seminario. Un saltimbanco se dislocaba haciendo contorsiones
grotescas, explotando su fealdad, su desvergüenza y su idiotismo, como esos
limosneros que, para estimular la esperada largueza de los transeúntes,
enseñan sus llagas y explotan su podredumbre. Una mujer casi desnuda se
retorcía como una víbora en el aire. Tres o cuatro gimnastas de
hercúlea musculación se arrojaban grandes pesos, bolas de bronce y
barras de hierro. ¡Cuánta degradación! ¡Cuánta
miseria! Aquellos hombres habían renunciado a lo más noble que nos
ha otorgado Dios: al pensamiento. Con la sonrisa del cretino ven al
público que patalea, que aúlla y que los estimula con sus voces.
Son su bestia, su cosa. Alguna noche, en medio de ese redondel enarenado, a la
luz de las lámparas de gas y entre los sones de una mala murga,
caerán desde el trapecio vacilante, oirán el grito de terror
supremo que lanzan los espectadores en el paroxismo del deleite, y
morirán bañados en su propia sangre, sin lágrimas, sin
piedad, sin oraciones.
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Consiga La hija del aire de Manuel Gutiérrez Najera en esta página.
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