Vedle al fin en el camino seguro, endurecido por el hielo.
Respira, ya tranquilo, y pone al paso su caballo bañado en sudor. Pero el
Negro quería volver a la cuadra, y pronto comenzó
nuevamente a trotar, más de prisa que antes. En el bosque, resonaba el
tintineo de la collera, agudo y límpido. Por sobre la cabeza de Norby
extendían los abetos sus ramas cuajadas de nieve, y, a trechos, una clara
del follaje le mostraba un trozo de cielo lleno de estrellas.
Ahora pasaba por delante de las granjas: había luces en
las ventanas. La mayor de estas granjas, allá, en la colina, era la de
Rud, más importante, según pretendían sus enemigos, que la
de Norby.
Allí vivía su principal adversario, el terrible
Mads Herlufsen.
Desde su casa, desde su sala, Norby veía a Rud. Y poco a
poco sucedió que no podía acordarse de Herlufsen sin ver
también su granja, el bosque que la circuía, y el monte en que se
asentaba. Veía como un diminuto gnomo, con la cabeza entre las nubes: y
aquel gnomo era Mads Herlufsen, escondido allí, fijos los ojos
constantemente en Norby.