Suena la collera, con límpidas y alegres notas
argentinas, pero el viejo sigue imaginándose que el hielo está a
punto de ceder.
- Si te hundes - piensa -, tal vez sea por no haber querido
inscribirte para la comunión.
Al salir de su casa, había casi prometido a su mujer,
que vería al fabriquero a fin de que la inscribiesen para la
comunión. Pero, a última hora, resucitó, en parte, su
antigua independencia de espíritu y pasó por delante de la iglesia
sin detenerse.
- Porque, en fin de cuentas, eso repugna a tu conciencia -
habíase dicho -; en realidad tú no crees en la comunión y
apenas si crees en la redención por Cristo.
Había dos hombres distintos en el poderoso Norby. Era
ante todo un hombre que, a la escuela, a las enseñanzas del pastor, a los
viajes y a los libros leídos debía un ideal múltiple y
variado. Luego, a la muerte de su padre, cuando tuvo que empezar a ocuparse en
la granja, fue cambiando poco a poco hasta llegar a ser como una segunda
edición de su padre. Los aldeanos, los enormes libros llenos de
números, los extensos bosques, los negocios bien encauzados, y, sobre
todo, la preponderancia que en la comarca tenía la dinastía de los
Norby, eran como otros tantos estímulos para continuar y mantener viva la
tradición paterna. Y, naturalmente, lo había conseguido.