- ¡Ya sabía ese bribón lo que se
hacía al convidarme a comer!
Sin querer comenzó el viejo a recordar una
porción de cosas poco honrosas que de aquel hombre se contaban, porque
eran como una especie de defensa personal, una especie de excusa de la
cólera que contra él sentía.
Ennegrecíase la silueta de las colinas cubiertas de
abetos, aparecían las estrellas, y en occidente brillaba una faja
rósea que ponía fulgor de llamas en el hielo. Hacía
centellear los remates de níquel del trineo y proyectar al hombre y al
caballo grandes sombras que corrían sin cesar junto a ellos. Sobre la
desierta superficie del lago, apenas podía distinguirse un ser viviente:
lejos, muy lejos, un pescador solitario al lado de un agujero por él
abierto en el hielo - lejos, muy lejos, allá, donde el rojizo espejo
tocaba la silueta dentelleada de las rocas -, y, cerca del promontorio, un punto
diminuto, un hombre que se dirigía hacia el lago, arrastrando un trineo
tras sí.
- ¡Y Herlufsen se bañará en agua de
rosas!