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-Pero, en realidad -dijo bajando su chuzo-, ¿dónde está esa carta?

-Sí, ¿dónde está esa carta? -gritó D'Artagnan-. Os prevengo ante todo que esa carta es para el señor de Tréville, y que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla aparecer.

Esta amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares e incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph, cierto; pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al familiar del cardenal!

Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta perdida.

-¿Es que esa carta encerraba algo precioso? -preguntó el hostelero al cabo de un instante de investigaciones inútiles.

-¡Diablos! ¡Ya lo creo! -exclamó el gascón, que contaba con aquella carta para hacer su carrera en la corte-. Contenía mi fortuna.

-¿Bonos contra el Tesoro? -preguntó el hostelero inquieto.

-Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad -respondió D'Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo aventurada sin mentir.

-¡Diablos! -dijo el hostelero completamente desesperado.

-Pero no importa -continuó D'Artagnan con el aplomo nacional-, no importa; el dinero no es nada, pero esa carta sí lo era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que perderla.

Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.

Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar nada.

-Esa carta no se ha perdido -exclamó.

-¡Ah! -dijo D'Artagnan.

-No; os la han robado.

-¿Robado? ¿Y quién?

-El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón. Se quedó allí solo. Apostaría que ha sido él quien la ha robado.

-¿Lo creéis? -respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia.

El hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros presentes hubiera ganado nada poseyendo aquel papel.

-Decís, pues -respondió D'Artagnan-, que sospecháis de ese impertinente gentilhombre.

-Os digo que estoy seguro -continuó el hostelero-; cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre, pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.

-Entonces es mi ladrón -respondió D'Artagnan-; me quejaré al señor de Tréville, y el señor de Tréville se quejará al rey.

Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta la puerta Saint-Antoine, en París, donde su propietario lo vendió por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D'Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última etapa. Además, el chalán a quien D'Artagnan lo cedió por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad de su color.

D'Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs, cerca del Luxemburgo.

Tan pronto como hubo gastado su último denario, D'Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le había dado a escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille, para mandar poner una hoja a su espada; luego volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la ubicación del palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier, es decir, precisamente en las cercanías del cuarto apalabrado por D'Artagnan, circunstancia que le pareció de feliz augurio para el éxito de su viaje.

Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño del valiente.

Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del reino según la estimación paterna.

 

 
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Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas   Los tres mosqueteros
de Alejandro Dumas

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