-Pensad
-dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada-, pensad que el
menor retraso puede perderlo todo.
-Tenéis
razón -exclamó el gentilhombre-; partid, pues, por vuestro lado; yo parto por el
mío.
Y
saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo,
mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro. Los dos
interlocutores partieron pues al galope, alejándose cada cual por un lado
opuesto de la calle.
-¡Eh, vuestro gasto! -vociferó el hostelero, cuyo
afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin
saldar sus cuentas.
-Paga,
bribón -gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los
pies del hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su
señor.
-¡Ah,
cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! -exclamó D'Artagnan lanzándose
a su vez tras el lacayo.
Pero el
herido estaba demasiado débil aún para soportar semejante sacudida. Apenas hubo
dado diez pasos, cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de
sangre pasó por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando
todavía:
-¡Cobarde,
cobarde, cobarde!
-En
efecto, es muy cobarde -murmuró el hostelero aproximándose a D'Artagnan, y
tratando mediante esta adulación de reconciliarse con el pobre muchacho, como la
garza de la fábula con su limaco nocturno.
-Sí, muy
cobarde -murmuró D'Artagnan-; pero ella, ¡qué hermosa!
-¿Quién
ella? -preguntó el hostelero.
-Milady
-balbuceó D'Artagnan.
Y se
desvaneció por segunda vez.
-Es igual
-dijo el hostelero-, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de
conservar por lo menos algunos días. Siempre son once escudos de
ganancia.
Ya se sabe
que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de
D'Artagnan.
El
hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día; pero
había contado con ello sin su viajero. Al día siguiente, a las cinco de la
mañana, D'Artagnan se levantó, bajó él mismo a la cocina, pidió, además de otros
ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y,
con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que ungió sus
numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda
de ningún médico. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá
también gracias a la ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie
aquella misma noche, y casi curado al día siguiente.
Pero en el
momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo
que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo
amarillo, al decir del hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que
razonablemente se hubiera podido suponer por su talla, D'Artagnan no encontró en
su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escudos
que contenía; en cuanto a la carta dirigida al señor de Tréville, había
desaparecido.
El joven
comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo
veinte veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego,
abriendo y cerrando su bolso; pero cuando se hubo convencido de que la carta era
inencontrable, entró en un tercer acceso de rabia que a punto estuvo de
provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados; porque, al ver a
aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en el
establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un
chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían
servido la víspera.
-¡Mi carta
de recomendación! -gritaba D'Artagnan-. ¡Mi carta de recomendación, por todos
los diablos, u os ensarto a todos como a hortelanos!
Desgraciadamente, una circunstancia se oponía a que el joven
cumpliera su amenaza; y es que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto
en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él había olvidado por
completo. Y de ello resultó que cuando D'Artagnan quiso desenvainar, se encontró
armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o
menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina. En cuanto
al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja
mechera.
Sin
embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso
joven, si el huésped no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su
viajero era perfectamente justa.