-¿Y ha
nombrado a alguien en medio de su cólera?
-Lo ha
hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville
piensa de este insulto a su protegido.»
-¿El señor
de Tréville? -dijo el desconocido prestando atención-. ¿Golpeaba sobre su bolso
pronunciando el nombre del señor de Tréville?... Veamos, querido hostelero:
mientras vuestro joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado
de mirar también ese bolso. ¿Qué había?
-Una carta
dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.
-¿De
verdad?
-Como
tengo el honor de decíroslo, excelencia.
El
hostelero, que no estaba dotado de gran perspicacia, no observó la expresión que
sus palabras habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del
reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del
codo, y frunció el ceño como hombre inquieto.
-¡Diablos!
-murmuró entre dientes-. ¿Me habrá enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven!
Pero una estocada es siempre una estocada, cualquiera que sea la edad de quien
la da, y no hay por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta
a veces un débil obstáculo para contrariar un gran designio.
Y el
desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos minutos.
-Veamos,
huésped -dijo-, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no
puedo matarlo, y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-,
sin embargo, me molesta. ¿Dónde está?
-En la
habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.
-¿Sus
harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón?
-Al
contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os
molesta...
-Por
supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no
podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi
lacayo.
-¿Cómo?
¿El señor nos deja ya?
-Lo sabéis
de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha
obedecido?
-Claro que
sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada
principal, completamente aparejado para partir.
-Está
bien, haced entonces lo que os he pedido.
-¡Vaya!
-se dijo el hostelero-. ¿Tendrá miedo del muchacho?
Pero una
mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente
y salió.
-No es
preciso advertir a milady sobre este bribón -continuó el extraño-. No debe
tardar en pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a
caballo y que vaya a su encuentro... ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene
esa carta dirigida a Tréville!...
Y el
desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.
Durante
este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo
que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su
mujer y había encontrado a D'Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces,
tratando de hacerle comprender que la policía podría jugarle una mala pasada por
haber ido a buscar querella a un gran señor -porque, en opinión del huésped, el
desconocido no podía ser más que un gran señor-, le convenció para que, pese a
su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan, medio aturdido,
sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el
hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a
su provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada
por dos gruesos caballos normandos.
Su
interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de
veinte a veintidós años. Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una
fisonomía; al primer vistazo comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta
belleza le sorprendió tanto más cuanto que era completamente extraña a las
comarcas meridionales que D'Artagnan había habitado hasta entonces. Era una
persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus
hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de
alabastro. Hablaba muy vivamente con el desconocido.
-Entonces,
su eminencia me ordena... -decía la dama.
-Volver
inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si el duque abandona
Londres.
-Y ¿en
cuanto a mis restantes instrucciones? -preguntó la bella viajera.
-Están
guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del canal de la
Mancha.
-Muy bien,
¿qué haréis vos?
-Yo
regreso a París.
-¿Sin
castigar a ese insolente muchachito? -preguntó la dama.
El
desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría la boca,
D'Artagnan, que lo había oído todo, se abalanzó hacia el umbral de la
puerta.
-Es ese
insolente muchachito el que castiga a los otros -exclamó-, y espero que esta vez
aquel a quien debe castigar no escapará como la primera.
-¿No
escapará? -dijo el desconocido frunciendo el ceño.
-No,
delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.