El mismo
día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que
estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta
para el señor de Tréville; como es lógico, los consejos le habían sido dados por
añadidura.
Con
semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta
del héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando
nuestros deberes de historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don
Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos:
D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación.
De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes hasta Meung y
que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces
diarias; sin embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada
salió de su vaina. Y no es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera
florecer sonrisas en los rostros de los que pasaban; pero como encima de la jaca
tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un
ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la
hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo
lado, como las máscaras antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, majestuoso e
intacto en su susceptibilidad hasta esa desafortunada villa de Meung.
Pero aquí,
cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie, hostelero,
mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan
divisó en una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena
estatura y altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos
personas que parecían escucharle con deferencia. D'Artagnan, según su costumbre,
creyó muy naturalmente ser objeto de la conversación y escuchó. Esta vez
D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba de él, sino de su
caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y
como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el
narrador, se echaban a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para
despertar la irascibilidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto que en
él produjo tan ruidosa hilaridad.
Sin
embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse idea de la fisonomía del impertinente
que se burlaba de él. Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconoció un
hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez
pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado;
iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más
adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa. Aquellas
calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos de viaje
largo tiempo encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo todas estas observaciones
con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento
instintivo que le decía que aquel desconocido debía tener gran influencia sobre
su vida futura.
Y como en
el momento en que D'Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón
violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias
y más profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él
mismo dejó, contra su costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar
así, una pálida sonrisa sobre su rostro. Aquella vez no había duda, D'Artagnan
era realmente insultado. Por eso, lleno de tal convicción, hundió su boina hasta
los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorprendido en
Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición
de su espada y la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida que
avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y
altivo que había preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta
de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un gesto
furioso.
-¡Eh,
señor! -exclamó-. ¡Señor, que os ocultáis tras ese postigo! Sí, vos, decidme un
poco de qué os reís, y nos reiremos juntos.
El
gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al caballero, como si
hubiera necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se
dirigían tan extraños reproches; luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda,
su ceño se frunció ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y
de insolencia imposible de describir, respondió a D'Artagnan:
-Yo no os
hablo, señor.
-¡Pero yo
sí os hablo! -exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de
buenas maneras, de conveniencias y de desdenes.
El
desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la
ventana, salió lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de
D'Artagnan frente al caballo. Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían
redoblado la hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado
en la ventana.
D'Artagnan, al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la
vaina.
-Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón
de oro -dijo el desconocido continuando las investigaciones comenzadas y
dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin aparentar en modo alguno notar la
exasperación de D'Artagnan, que sin embargo estaba de pie entre él y ellos-; es
un color muy conocido en botánica, pero hasta el presente muy raro entre los
caballos.