Capítulo
I
El primer
lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung, donde nació el autor del
Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los
hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle. Muchos
burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los
niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y,
respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían
hacia la hostería del Franc Meunier,
ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y
lleno de curiosidad.
En ese
tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a
otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los
señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal;
estaba el Español que hacía la guerra al rey. Luego, además de estas guerras
sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los
hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los
burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los
lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra
el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito
adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625,
los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo ni la
librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.
Llegados
allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.
Un
joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los
dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don
Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en
un matiz impreciso de heces y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo
de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormemente
desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin
boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los
ojos abiertos e inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada;
demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeño para ser un hombre
hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de
viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel,
golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo
erizado de su montura cuando estaba a caballo.
Porque
nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era
una jaca del Béam, de doce a catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la
cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo
de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía
pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este
caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente
que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la
susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos
por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre
su caballero.