D'Artagnan cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville,
capitán de los mosqueteros del rey,
encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el
que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de
Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos
que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la
mente que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había
disimulado nombres tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres
prestados no los habían escogido ellos
mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de fortuna, se
habían endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde ese
momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una huella
cualquiera de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado
nuestra curiosidad.
Sólo el
catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta llenaría un folletón
entero cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida
para nuestros lectores. Nos contentaremos, pues, con decirles que en el momento
en que, desalentados de tantas investigaciones infructuosas, íbamos a abandonar
nuestra búsqueda, encontramos por fin, guiados por los consejos de nuestro
ilustre y sabio amigo Paulin París, un manuscrito in-folio, con la signatura
núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado así:
Memorias
del señor conde de la Fère, referentes a algunos de los sucesos que pasaron en
Francia hacia finales del reinado del rey Luis XIII y el comienzo del reinado
del rey Luis XIV.
Adivínese
si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza
nuestra, encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima
séptima el nombre de Porthos y en la trigésima primera el nombre de
Aramis.
El
descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que
la ciencia histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso.
Por eso nos apresuramos a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de
presentarnos un día con el bagaje de otros a la Academia de inscripciones y
bellas letras, si es que no conseguimos, cosa muy probable, entrar en la
Academia francesa con nuestro propio bagaje. Debemos decir que ese permiso nos
fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir públicamente
a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco
dispuesto con los literatos.
Ahora
bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese
manuscrito, restituyéndole el título que le conviene, comprometiéndonos a
publicar inmediatamente la segunda si, como estamos seguros, esta primera parte
obtiene el éxito que merece.
Mientras
tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa
de su placer o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La
Fère.
Sentado
esto, pasemos a nuestra historia.