Apenas estuvo Eva con Adán, éste se exasperó. Todo el tiempo recibía burlas y se sentía dominado, puesto que Eva daba órdenes, pero pensando. Eva pensaba cómo enojarlo, pensaba cómo quitarle lo que él conseguía, pensaba cómo hacerlo sufrir. En definitiva, Eva pensaba.
Un día, mientras Eva lavaba su cabello en el río, Adán subió a una montaña y gritó:
–¡Dios! ¿Qué me has hecho? ¿Por qué me has castigado así? ¡Hazme un último regalo! ¡Devuélveme el poder!
El Señor se compadeció de él, y además esta situación con Eva, lejos de divertirlo ya lo estaba cansando.
–Mira hijo: te he dado brazos para trabajar y no trabajas, te he dado cerebro para pensar y no piensas, te he dado el paraíso entero y lo único que haces es sentarte a llorar. Será ésta la última oportunidad que te dé. ¿Quieres ser diferente? ¿Quieres que no se burle? Pues bien, deberé trabajar mucho, pero te haré más viril... ¡duérmete!
Adán entró en un sueño profundo y al despertar notó dos protuberancias que lo distinguían de Eva. Una de ellas era una nuez en el cuello.
Cuando Eva lo vio aparecer desplegando al viento toda su virilidad, halagó mucho el cambio varonil entre la cabeza y el tronco, pero no pudo dejar de reírse de la otra protuberancia.
Esto lo irritó de tal manera que ocurrió algo tan extraño que tiempo después Adán mencionó al escribir sus Memorias: “Creo que pensé”.
Era cierto; por primera y única vez había experimentado un pensamiento: –Voy a suicidarme –dijo.
Pero justo en el instante en que estaba por herir su corazón con un cuerno de styracosaurus, Eva, comenzando a sentir como mujer, se compadeció de él, logró calmarlo y convencerlo de dejar la idea del suicidio para más adelante. La muy pícara –como era su costumbre– pensó. Y esta vez pensó que siendo Adán el único hombre disponible no podía permitir su muerte sin antes permitirse unas horas de placer.