El individuo a quien llamaban en la aldea Mateo el patizambo,
era un hombrecillo de edad incierta, renco, jorobado, de rostro amarillo y
afilado en el que brillaban dos ojos vivísimos.
Imposibilitado para dedicarse a un oficio, acumuló
varios de género diverso. Sabía remendar los vestidos viejos,
bañaba platos y vasijas de todas clases, hacía pasta para matar
ratones, trasquilaba los perros, soldaba alhajas y alfileres de pobre metal,
arreglaba bastones, componía paraguas y hacía, en fin, cien otros
menesteres aparentemente contradictorios, como, por ejemplo, vender clavos y
tornillos para carros y pliegos de papel con una violeta o un pensamiento
grabado en el ángulo superior para la correspondencia sentimental.
La tenducha de Mateo era él mismo. En cuatro metros de
espacio él trabajaba, vendía, dormía y recibía a los
clientes y a los amigos; por esta razón con una sola ojeada se abarcaba
fácilmente la cama, el banco del trabajo, una especie de cómoda,
algunos cacharros de cocina, una jaula con un mirlo dentro, un montoncillo de
patatas, zapatos viejos, harapos y otros utensilios, nuevos en tiempos muy
remotos, indefinibles a la sazón. Y todo exhalaba un olor molesto de
moho, de cola, de estaño y de aguardiente.
Fue en este ambiente donde entró Juanito, guiado por la
débil luz de petróleo que Mateo encendía en aquel instante
y que añadió en seguida su tufo penetrante a los otros olores que
impregnaban el aire corrompido de la miserable pieza.