La huérfana levantó sus manos a la altura de los
ojos y las miró. ¿Qué podría hacer con aquellas
manos? ¡Eran tan pequeñas, tan frágiles! ¿Labores de
aguja? En la aldea no habría encontrado dónde venderlas.
¡Oh, ella buscaría otra ocupación inferior! Pensó en
una amiguita suya, en Virginia, que iba a fregar los platos en la
hostería del Becerro Blanco. Virginia estaba siempre alegre y
llevaba al cuello un hermoso pañuelo de seda que le había regalado
un parroquiano. Pensaba en la anciana Margarita, que vieja y todo como era,
llevaba aún grandes haces de leña recogida en el bosque y se
alimentaba de trozos de pan, duro como guijarros. ¿Y qué mas?
A la derecha de su casita, precisamente a la entrada de la
aldea, pero con todas las ventanas abiertas al campo, se elevaba un edificio de
aspecto señorial pero a la vez de una sencillez encantadora, conforme a
los gustos de la primera edad del siglo pasado, cuando las familias acomodadas
se contentaban con hacer vida de campo a pocas millas de la ciudad en casas
amplias, cómodas, bien aireadas y mejor orientadas y por todo lujo gran
abundancia de espacio.
La huérfana, en busca de inspiración,
dirigió su mirada a aquel edificio y pareció que su pecho se
abría a la esperanza; una sonrisa iluminó su rostro. No
formuló ningún deseo; mas cual paloma que recoge sus alas y se
posa sobre un asilo de paz, permaneció con la vista fija en la larga
hilera de ventanas de las que se veían vagamente las cortinas blancas de
lienzo.