El abuelo los había plantado, augurando que mas tarde
serían testigos de los juegos infantiles de sus nietecitos; ¿y no
era al pie de ellos donde la madre, la casta virgen, había esperado
tantos años al esposo que había de llegar de otros países?
Allí también, cabe los álamos, se habían cambiado el
primer juramento de amor, allí reuníanse todas las tardes, tiernos
y graves hablando del día transcurrido y del mañana laborioso
hasta aquél que fue el último de su vida.
-¡Oh, queridos álamos!- murmuró la
niña, a flor de labios mirándoles con las pupilas húmedas
de llanto. No añadió palabra; abandonó su corazón a
la corriente de los recuerdos, pero sintiendo una secreta fuerza latente que la
sostenía en su amargura, y una llama interna que le impedía
congelarse en su abatimiento.
«Se hace lo que se puede, todo lo que se puede, y esto
debe bastar a los hombres de buena voluntad.» Estas palabras las
había pronunciado una vez su padre, en aquel mismo sitio, sentado sobre
aquel mismo banco, y ahora venían a la mente de la huérfana como
un consuelo alentador.
¡Si no fuesen tan pobres! El trabajo del telar no
producía ya nada y en las luchas de los últimos años
habían desaparecido los escasos ahorros penosamente acumulados.
¿Sería ésta tal vez la causa oculta que minó la
salud de sus padres y les llevó prematuramente al sepulcro?
¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos!