De los tres huérfanos, ella sola comprendía toda
la inmensidad de su desgracia y miraba a sus hermanitos, sobre todo al
pequeño Juan, que llevaba el nombre de su padre, con una sostenida
ternura maternal que mitigaba el dolor como ante una obligación mas
grave.
¿Qué sería de ellos?... Este era el punto
primario de sus meditaciones. ¡Era Juanito tan pequeño y
débil! ¡Y era José tan prepotente! No pensaba absolutamente
en sí misma. Tenía la inconsciente tranquilidad de los fuertes y
de los decididos ¿pero y sus hermanitos? ¿qué sería
de ellos?
La hora hacíase de minuto en minuto cada vez mas triste
y angustiosa. Detrás de la casa el sol, ya en su ocaso, lanzaba
aún reflejos que parecían de felicidad lejana, de fugaz ardor
vital; mientras en la vasta extensión de la llanura, de los muelles
campos de hierba, de los tardos arroyuelos surgían los velos de niebla
crepuscular que confundían líneas y colores, imprimiendo a todo el
paisaje un aspecto grandioso y melancólico al que se asociaba por
íntimas relaciones el alma de la niña.
No tenía pariente alguno en la aldea...
¡Qué importa! ¿Tienen acaso parientes las golondrinas a
quienes la muerte de la madre deja abandonadas en el nido? «Nosotros
velamos sobre ti», parecían que murmuraban los álamos cuando
el viento agitaba sus hojas. Y, realmente, los dos gigantes que la habían
visto nacer y a cuya sombra había sido cuneada, ¿no formaban un
todo con la casa y con la familia?