La muerte, empero, había pasado por allí poco
tiempo antes, llevándose el alma de la casa con un doble golpe de su
guadaña implacable y cruel...
En esto pensaba la pobre niña que, sentada a la puerta,
entre los dos álamos, esparcía su mirada por la lejana vastedad de
la llanura.
Habían muerto juntos, Juan, el tejedor, y su mujer, la
buena María, después de haber vivido juntos también la
breve existencia de paz y de amor en la casita de la carretera, la casita tan
pequeña, que, resultando insuficiente para la familia, acariciaban el
proyecto de agregarle dos habitaciones mas cuando los hijos fuesen grandecitos y
se reanimase el trabajo de telar, en el que ambos trabajaban, y que a la
sazón se encontraba poco menos que paralizado. La muerte, empero,
había segado sus vidas una tras otra, con pocos días de intervalo,
con una de esas enfermedades fulminantes y crueles que hacen pensar en
desconocidas potencias enemigas del hombre.
Sentada a la puerta, la huerfanita, apartaba con frecuencia su
mirada del lejano horizonte para fijarla en sus dos hermanitos que
corrían bulliciosos del prado a la carretera para colgarse de la trasera
de los carruajes y que al caer, después de haberse hecho pasear unos
cuantos metros, levantaban nubes de polvo que los envolvía por completo.
La pobre niña no contaba aún diez y seis años, y
representaba todavía menos edad a causa de la gracilidad de su cuerpo; su
cabecita se inclinaba con el abandon de una flor tronchada en su tallo, triste y
mustia sobre su mísero vestido negro.