Al borde de la carretera provincial, que se internaba a
través de los campos, erguíase una modesta casita, situada en
paraje tan ameno, que atraía las miradas llenas de deseo de los
viandantes. Dos altos álamos, colocados allí como gigantescos
defensores de una cuna con colgaduras rojas, y el florido prado que la rodeaba,
acrecentaban la belleza sencilla, suave y serena del pequeño
edificio.
Era una pobre casita compuesta de planta baja, un solo piso y
sobrado, con cuatro ventanas en la fachada principal, protegidas por persianas y
varios huecos resguardados por barrotes de madera. A un lado, veíase una
terraza, bien aireada y llena de claveles de varios colores; la glicina tapizaba
las paredes, subía exuberante hasta el techo, y descendía como
ligero cendal que se agitaba al menor soplo de la brisa. Las golondrinas
debían de amar aquella casita y revoloteaban en torno suyo en giros
rapidísimos; las mariposas jugueteaban en enjambres entre aquellos
claveles de intenso aroma y colores inimitables.
A la puesta del sol, un velo de oro envolvía la casita,
y encendiendo el barnizado bermejo de las tejas, le daban la semejanza, de un
casco de bruñido cobre bajo el cual, las ramas de las glicinas, que
caían en forma de cascada, se coloreaban de un rubio pálido, a
modo de cabellera suelta, y las cándidas paredes parecían palpitar
en la hora que invita al descanso de los trabajos del día.