Al oír el nombre, que Mateo daba al desconocido, Juanito
se estremeció y trató en vano de descubrir el rostro del viejo,
que desaparecía completamente entre la barba y el sombrero; dio, sin
embargo, las gracias, con voz temblorosa, y echó a correr con toda la
agilidad de sus pocos años, menos impresionado por su inesperada
riqueza que por haber visto un Mago de carne y hueso.
A la puerta de su casa encontró a José, que ya había
regresado de la aldea, después de haber malgastado su sueldo, y a Clarita
que buscaba aún entre el polvo de la carretera, a los débiles
rayos de la luna naciente, el céntimo que brilló al caer como una
chispa de fuego...