También doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacía en tierra con los pies lastimados, con mucha amabilidad atrajo hacia sí a Josefa, que aún llevaba a su pobre niño al pecho. Asimismo don Pedro, su suegro, herido en un hombro, le hizo una cordial inclinación de cabeza. Por la mente de Jerónimo y de Josefa cruzaron muchos y raros pensamientos. Al verse tratados con tanta bondad y confianza no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de las campanas. ¿Todo había sido un sueño acaso? Parecía como si los ánimos se hubiesen reconciliado después de la horrorosa conmoción. No deseaban recordar nada. Únicamente doña Isabel, que había sido invitada por una amiga el día anterior para ver el espectáculo, y que había rechazado la invitación, a veces volvía su mirada soñadora a Josefa. Con todo, la idea de haber escapado a un infortunio cruel le volvía el ánimo que parecía desalojado de su ser. Se contaba que en la ciudad, que estaba llena de mujeres, al primer temblor de tierra todas sucumbieron a la vista de los hombres, cómo los monjes con el crucifijo en la mano corrían dando gritos de que había llegado el fin del mundo y cómo un centinela a quien por orden del virrey le dijeron que evacuase una iglesia, exclamó: que ya no había virrey, y cómo este, en aquellos momentos terribles, quiso levantar patíbulos para reprimir el pillaje y cómo un infeliz que había escapado de una casa ardiendo fue atrapado por su dueño y ahorcado.
Doña Elvira, cuyas heridas Josefa cuidaba, aprovechando un momento en que los relatos tan vivazmente hechos se habían entrecruzado, aprovechó para preguntarle qué le había ocurrido aquel día terrible, a lo que Josefa respondió, con ánimo apesadumbrado, contándole lo principal, y sintió gran satisfacción al notar llanto en los ojos de la dama. Doña Elvira le tomó la mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa sintió que la embargaba la felicidad. No podía desechar el sentimiento de que aquel día, por muchas desgracias que hubiera causado, era para ella un gran beneficio, mejor que ningún otro de los que el cielo le hubiese otorgado. Y aunque todos los bienes terrenales se destruían en aquellos odiosos instantes y la naturaleza entera amenazaba desplomarse, en verdad le parecía que el espíritu humano, tal una bella flor, volviera a renacer.