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Don Fernando, este divino héroe, apoyada su espalda en la pared del templo, sostenía en su mano izquierda a los niños y en su derecha la espada. De un golpe abatió a uno. Un león no se defiende mejor. Siete perros cayeron muertos ante él, incluso el cabecilla de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro Pedrillo no cejo hasta arrancarle uno de los niños del brazo, y después de haberle girado en alto, fue a estamparle contra una pilastra que había en un rincón de la iglesia. Con esto se apaciguó y todos se retiraron. Don Fernando, a la vista de su pequeño Juan con los sesos derramador fuera del cráneo levantó los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor. El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolía haber permanecido inactivo durante los desgraciados sucesos aunque había sido incapaz debido a las circunstancias. Don Fernando le dijo que no había nada que reprocharle y le rogó que le ayudase a sacar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche a casa de don Alonso, donde don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el cuerpo del pequeño Felipe. Pasó la noche con don Alonso y dudó si decirle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la verdad del infortunio, en parte porque estaba enferma y en parte porque no sabía cómo juzgaría su conducta en estos sucesos; poco después, enterada ésta casualmente por una visita que recibió de todo lo acaecido, esta excelente dama lloró en silencio su dolor de madre y una mañana, con lágrimas en los ojos, abrazó a su marido. Don Fernando y doña Elvira adoptaron al pequeño, y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y cómo los había logrado, le parecía que hasta debía alegrarse.

 
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de Heindrich von Kleist

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