Es una cosa singular el sentirse solidario de un suelo que el
Océano fragmenta, tener compañeros de camino cuyas suertes les
llevarán aquí y allá, a increíbles distancias, y
para quienes están abiertas o cerradas posibilidades tan lejanas. El
hombre lleva consigo un perpetuo sentimiento de riesgo y de temor. Se ve perdido
en inmensas latitudes. La soledad, que para españoles y
portugueses significa a la vez una situación real, un matiz de la vida
interior y una expresión lírica, reviste entonces toda su
intensidad.
Pero este sentimiento de soledad, de desequilibrio y de
irresponsabilidad encuentra su contrapeso en un sentimiento de orgullo. El
español es dueño del más grande Imperio que se ha visto,
Imperio que domina al resto del planeta no sólo por las armas, sino por
el gusto, el espíritu y un nivel cultural que no tiene parejo.
Cuando Antonio Pérez se refugia en la Corte de Enrique
IV, deja embobados a aquellos pobres bárbaros por su lenguaje, por los
perfumes de su delicada diplomacia, por su experiencia humana, por su
cortesía artificial y profunda. Al mismo tiempo, este irresistible
Imperio español es el más odiado. Se soporta con impaciencia su
supremacía. Y poco a poco, terribles enemigos, desde el papa Caraffa, que
abomina de esta polilla española, "sangre de judíos y de
moros" hasta la reina Isabel o el implacable Guillermo de Orange, van
forjando la leyenda negra, acumulando en torno del Imperio un odio que
todas las naciones protestantes atizarán sabiamente y al cual los
filósofos del siglo de las luces darán su figura suprema.