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Ellos, el matrimonio de Antonio y Alicia Cáceres, y padres de Luis se quedaron petrificados, parecían estatuas de un pueblo fantasma. La sorpresa les cayó como una patada en los huevos, Lo que me quieren contar ya me lo ha adelantado El Bicho -les afirmé rotundamente, ¿El padre de José? - masculló preguntando falsamente ella. Me quedé mirándolos y aunque no emití palabra alguna, tuvieron que aceptarlo. Mi madre, una mujer bellísima, quedó embarazada de mí, cuando apenas estaba entrando en la adolescencia. Tuvo una aventura con un magnate extranjero que anduvo de paso por Viento Pardo. Todo comenzó en un baile. A cerca del tipo del imperdonable encame nada sé. Desconozco totalmente quién es, se esfumó quién sabe a dónde sin dejar el más microscópico rastro. Mamá falleció en el parto y así quede singularmente huérfano de una madre muerta y de un padre ignorado. El Bicho me lo confesó sin dejarme dudas ni resentimientos, sino por el contrario un inestimable agradecimiento. No sé por qué siempre te lo guardás; pero es así que le vas a hacer. Tu madre era la hermanita menor del Bicho, con quince años de diferencia entre ellos y a sus padres los mató la peste, la difteria. No querés ni pensarlo; pero la vida es así que le vas a hacer. El Bicho no sabía qué determinación tomar en aquel momento, frente a tal hachazo del destino; pero encontró la solución. Me dejó al cuidado de los Martínez, con quienes él mantenía una excelente relación y pactaron guardar en secreto tal situación. Ellos lo tomaron con mucha piedad y procuraron tratarme - no obstante siempre noté en la relación la inevitable diferencia que hacían con Luis respecto de mí- como si fuera un hijo de ellos y al mismo tiempo un hermano de Luis. Cuando me lo dijeron creyeron que no podían dilatar más la confesión porque seguramente de alguna manera me enteraría, esas cosas siempre se saben. Hasta entonces, niño todavía, creyeron que no corría peligro la guarda del secreto. Tal vez en poco tiempo más a alguien se le escaparía la lengua. Pero el Bicho ya me lo había confirmado -ese mismo día me confió, también que por las influencias me anotaron tardíamente reconociéndome con una fecha anterior a la de Luis, de manera que yo quedé como el hijo mayor -precisamente para que nadie se entrometiera en mi intimidad. Cada vez que miro en mis documentos Rodolfo Martínez, le agrego el guacho. Tal vez desde entonces comencé a edificar mi actitud silente. Desde ese momento se me profundizó la idea de irme de la estancia, creo que esperé demasiado... Celebré el ramalazo que recibieron de mí con ese yo lo sé. Imaginé un sinnúmero de repercusiones por el sacudón. Desde luego era seguro de que se desataría una agria discusión entre mis padrastros. Además, se verían obligados a tomar selectivos recaudos para guardar las apariencias durante las actividades de la hierra. En cuanto a Luis no sentí ninguna afectación personal. Seguramente que él lo sabía y nuestra relación siguió como de costumbre, pendiente de una tirantez rayana en la hipocresía. Al día siguiente, en el desayuno, departimos como si nada hubiera ocurrido. Antonio lucía serio, circunspecto, como demostrando una incólume seguridad. Alicia puso cara de mortificación y gesticulaciones de incomprendida mártir. Con Luis no nos dirigimos la palabra. Y así me quedé con ese gusto a ser ininteligible, apocado, solo capas de emitir palabras hacia adentro de mí y sin base de sustentación. Mi raíz humana se me había esfumado y me lo acababan de confirmar. No me ligaba a ninguno de ellos. Debía armarme de una soledad irremediable, acosado por la inseguridad, la timidez y los designios del silencio.
 
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Con los ojos del silencio de Ricardo Adalberto Narvaja   Con los ojos del silencio
de Ricardo Adalberto Narvaja

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