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I
Cuando yo era niño me confesaba. Desde entonces,
cuántas veces he deseado ser aquel que penetraba en la capilla a las
cinco de la tarde, aproximadamente; aquella solitaria y fría capilla del
colegio, con sus paredes blanqueadas con yeso, con sus bancos numerados, su
humilde harmónium, su churrigueresca Santa Familia y su bóveda
pintada de azul y cuajada de estrellas. Un inspector nos conducía
allí de diez en diez. Cuando me llegaba el turno de arrodillarme en uno
de los dos sitios reservados a los penitentes a cada lado del estrecho
confesionario, mi corazón latía a más no poder. Oía,
sin distinguir bien las palabras, la voz del director espiritual, que
interrogaba al compañero, a cuya confesión seguiría la
mía. Ese cuchicheo me angustiaba, así como la media claridad y el
silencio de la capilla. Esas sensaciones, unidas al rubor que me causaba el
tener que confesar mis pecados, me hacían casi insoportable mi
situación. Al través de la rejilla veía su mirada
penetrante, su perfil tan severo, aunque su semblante era bonachón y
congestionado. ¡Qué minuto de ansiedad, pero también de
dulzura después! ¡Qué impresión de libertad suprema,
de íntimo alivio, de falta borrada, cual una hermosa página en
blanco ofrecida a mi fervor para llenarla bien! Hoy soy demasiado extraño
a esa fe religiosa de mis primeros años para imaginarme que hubiese
allí un fenómeno de orden sobrenatural. ¿Dónde
yacía, pues, el principio de salvación que me rejuvenecía
el alma entera? Unicamente en el hecho de haber confesado mis faltas, arrojando
fuera ese peso de la conciencia que nos sofoca. Era la lancetada que
vacía el absceso. ¡Ay! ¡Ya no tengo confesionario en donde
arrodillarme, ni más rezos que recitar, ni Dios en quien esperar! Es
necesario, sin embargo, que me desembarace de esos intolerables recuerdos. La
tragedia íntima que he sufrido, pesa demasiado en mi memoria. Y ni un
amigo a quien hablar y ni un solo eco a quien dirigir mi lamento. Ciertas frases
no pueden ser pronunciadas, puesto que no deben haber sido oídas...
entonces fue cuando, con el fin de engañar mi dolor, concebí la
idea de confesarme aquí para mi solo, en un cuaderno de papel blanco,
como lo haría al sacerdote. Arrojaré ahí todos los detalles
de esa horrible historia, trozo a trozo, tal como la traerá el recuerdo.
Terminada que sea esa confesión, podré juzgar si la angustia ha
terminado también. ¡Ah! ¡Qué disminuya tan
sólo!...¡Qué sea menor! ¡Qué pueda ir y venir,
tener mi parte de juventud y de vida! He sufrido mucho y desde hace largo
tiempo, y sin embargo, amo esta vida, a pesar de tantas penas. Un vaso de ese
negro medicamento, de ese láudano que tengo en un frasco para las noches
en que no duermo, y este largo tormento de mis remordimientos cesaría
desde luego. Pero no puedo, no quiero. El instinto animal de conservación
se agita en mí, más fuerte que todos los razonamientos morales que
me dictan lo contrario. Vive, pues, desgraciado, puesto que la Naturaleza te
hace, temblar ante la, imagen de la muerte. ¿ La Naturaleza?... Y es
también porque no quiero ir aún allá, a ese obscuro mundo
en que tal vez uno se vuelve a encontrar. No; huyo de ese espanto. Me he
prometido poseerme y ya empiezo a perderme. Vamos a ver. He aquí mi
proyecto: fijar en estas hojas de papel esa imagen de mi destino que miro tan
confusa en el espejo incierto de mi pensamiento. Quemaré estas hojas
cuando estén cubiertas con mi mala escritura. Pero esto habrá
tomado cuerpo y se aparecerá ante mis ojos como un ser. Habré dado
luz a ese caos de atroces recuerdos que me enloquece. Sabré hasta
dónde han llegado mis fuerzas. Aquí, en esta habitación en
donde tomé la resolución suprema, me es más fácil
invocar mis recuerdos. ¡Vamos! ¡Manos a la obra! Me prometo
escribirlo todo. Pobre corazón, déjame que cuente tus
llagas. |
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Andrés Cornelis
de Paul Bourget
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