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Volvía a mi casa con la música de su discurso en mi cabeza y me tomaba mucho tiempo para pensar, recostado en mi cama, hasta que mi madre me llamaba para merendar. Entonces, una tarde, volví a escuchar la voz. Rápidamente salté de la cama, corrí hasta el zaguán y me encontré en la vereda. Un camión que parecía muy antiguo o bastante gastado por el uso se acercaba lentamente. Llevaba una bocina gris alojada sobre su cabina y la caja aparentaba ser una especie de jaula para ganado. El reflejo del sol de media tarde, sobre el parabrisas, no me permitió ver al tripulante, que pude divisar a medias cuando la ventanilla desfiló ante mis ojos. Creo que su cabeza, al contraluz, estaba cubierta por un sombrero de gran visera. Parecía llevar un micrófono en la mano, por eso deduje que aquella voz -reproducida por la bocina- era la suya. Su voz no me sonaba diferente a la que profanaba un juramento fundado en dos apellidos que nunca había escuchado. Pero su Frente era de izquierda y de liberación, tal vez de algún yugo que todavía un niño de nueve años no había podido descubrir.
Entre mis compañeros de escuela tenía un recién llegado, por lo menos para nosotros, porque no le conocíamos de años anteriores. Con éste niño de acertada educación trabamos una relación más personal; corretear en los recreos, adivinar algunos comentarios a esta o aquella película de vaqueros que tal vez ni él ni yo habíamos visto. Nos encontrábamos algún domingo en el cine -en la función de la tarde llamada matiné- y también nos quedábamos, a veces, a la función de las dieciocho llamada vermut. Un día terminada la función matiné, este muchacho me pidió que le acompañara hasta su casa. Luego de caminar unas pocas cuadras, al momento de doblar la esquina, apareció -estacionado junto a la acera- el viejo camión con su bocina de lata gris. A pesar de mi asombro, no dije palabra alguna, pero pude ver más detenidamente el vehículo color verde oscuro, con bastante barro en las llantas. La caja despintada, la madera herida por la intemperie, convertida en jaula para ganado. El niño se detuvo en la puerta de dos aguas -recortada frente al viejo camión- agitó la aldaba, abrió, tras un pequeño pasillo detrás de la puerta cancel un gran patio descubierto y festoneado por una galería que protegía las puertas cerradas. Cruzando la frontera del patio, su madre, nos dijo con dulzura:
-Silencio, niños, que papá está escribiendo.
No se articularon más palabras y el muchacho acompañó a su madre hasta una de las puertas que se cerró tras ellos. En medio de un monástico silencio, mi oído me descubrió un sonido muy similar a otro que ya conocía. Cuando la Secretaria de la escuela escribía en su máquina generaba sonidos parecidos. Pero éste, no se juzgaba igual al que emitía aquella; aquí un golpe sucedía lentamente al otro, como si la palabra se formara con delicadeza, con cuidado extremo y no mecánicamente. Por momentos el sonido cesaba, el silencio era prácticamente total y luego un golpe sucedía a otro para volver a detenerse. La pausa, un tanto o demasiado prolongada, despertaba una sensación sepulcral, de intangible artesanía, de texto trabajado una y otra vez en la mente antes de decidir registrarlo en el papel. Cuando mi pequeño amigo regresó, sus pasos sonaron como tambores y fue recién en la vereda que dijo:
-Mi padre es escritor.
Me acerqué al viejo camión y mientras deslizaba mi mano sobre el guardabarros pregunté con disimulo:
-¿Este camión es de tu papá? -el jovencito contestó afirmativamente y nos marchamos al cine.
-Tata: ¿conoces algún escritor?
Mi abuelo me miró debajo de su sombrero de paja; acomodó el tirador de su mameluco azul, retiró el hierro de la fragua y posó su mano derecha sobre mi hombro:
-Un escritor es un hombre que presiente los misterios del alma humana. No conozco un escritor, pero tú podrás conocer alguno. Adivinarás quién es y cuando logres acercarte a él, su palabra sonará sencilla.
-Tata: ¿un escritor escribe con su máquina?
El abuelo apoyó el martillo sobre el yunque:
-Un escritor también puede ser un obrero, si piensa como obrero y su máquina será su herramienta como este martillo es la mía. No sé escribir, pero puedo escuchar y quien sabe escuchar puede leer con los ojos del otro.
-Sabes, Tata, creo que lo que dijiste del Comunismo. -el abuelo deslizó su mano sobre mi espalda y sentí su brazo de quebracho colgado en mi cuello. Me empujó suavemente hasta la puerta de su herrería y dijo:
-Debes creer en los pobres, en los trabajadores, porque tus padres los son, porque también lo soy y tú no podrás ser otra cosa aunque lo desees.
Pensé en los sonidos que había escuchado sobre las baldosas del patio descubierto. Organicé de memoria sus timbres -que se me figuraron diferentes- mientras trataba de configurarlos junto a la voz metálica emitida por la bocina del camión. Conocer un escritor por el sonido de su máquina construyendo palabras, se convirtió en presagio.
El lunes llegué temprano a la escuela. Frente al salón de clase algunos niños corregían sus tareas, otros corrían en la galería. Unos minutos antes del toque de la campana llegó Alejandro -así se llamaba mi amigo- me entregó un pequeño libro. Lo tomé, observé detenidamente su tapa algo desgastada y leí letra por letra:

Mario Arregui - Hombres y caballos

 
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Crónicas en Color Sepia - Relatos breves de Carlos Anández   Crónicas en Color Sepia - Relatos breves
de Carlos Anández

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