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El sordo
Mientras jugábamos a contarnos secretos, mi madre observó que
siempre le ofrecía la misma oreja. ¿Qué razones tendría un niño de siete años
para escuchar tales revelaciones con un solo oído? Ella insistió en hablarme en
la otra, pero consecuentemente volteaba una y otra vez la cabeza. Terminé en el
hospital donde el médico dictaminó que me había quedado sordo a medias y que mi
discapacidad era irremediable. Me sentí aliviado al saber que aquél
descubrimiento no me llevaría nuevamente ante el caballero que tanto me
desconsolaba visitar. Ignoré mi discapacidad -por lo menos de forma consciente-
al punto de no preguntar jamás por la causa del desvelo de mi madre. Nadie fue
advertido del asunto-no podría explicar las razones- y mi media sordera pasó
desapercibida por mis maestros y compañeros de escuela. El niño escucha bien
-parece que habría concluido nuestro hipocrático- así que trátenle como a
persona normal. Pero únicamente yo sabía que escuchar con un solo oído tenía sus
ventajas. La principal y por ello también la más reconfortante se refería a la
forma de escuchar. Digo forma, porque podía configurar a mi antojo mi audición.
Según desde donde surgieran los sonidos -el interés que despertaran en mi mente-
podía dedicar parte o toda mi atención para escucharlos. Entonces aumentaban los
decibeles cuando me sentía cautivado por ciertos sonidos y los grababa en mi
mente para siempre. Otra ventaja adicional, consistía en negarme a escuchar y
mostrarme -a la vez- como un auténtico oyente. Como un verdadero voluntarista
ocupé los distintos bancos en la Escuela Número uno Artigas -de la Ciudad de
Trinidad- sin manifestar mi carácter de medio sordo, ni mi falsa imagen de
oyente. Cuando cursaba quinto o sexto grado, comencé a escuchar una voz gangosa
-como originada dentro de una lata de conservas- que parecía difundirse desde la
calle acompañada por el ronronear de un misterioso motor. Su volumen crecía para
luego desaparecer lentamente. Puse en marcha mi voluntad de medio sordo para
captar y poder articular las palabras liberadas por aquella voz y registré lo
siguiente: -Habla la izquierda, hoy habla la izquierda. Frente Izquierda de
Liberación, vote FIDEL, lista 1001. Lo que escuchaba no me
significaba nada, había una sola palabra que despertaba mi curiosidad y no
porque conociera su significado, sino porque la había oído antes. Repetidas
veces en la radio había escuchado, a la hora de los consejos publicitarios, al
locutor decir que la Revolución Cubana había sido un engaño y que Fidel era un
traidor. Luego, la propaganda seguía con que era necesario oír al propio Fidel y
en ese momento liberaban un audio-como emitido desde una lata de conservas-que
decía: -Seré Marxista-Leninista hasta los últimos días de mi
vida. Alertaban, entonces, a la población no dejarse seducir ya que el Pueblo
Cubano marchaba hacia su desdicha y el Comunismo era la peor amenaza para la
Democracia. Mis maestros -sin reserva- me enseñaron las virtudes de la
Democracia, lo dichosos que debíamos sentirnos los uruguayos de disfrutar de la
igualdad, la fraternidad, la felicidad pública, conceptos nacidos
consecuentemente en esa palabra mágica y maravillosa. Pero mi único oído
registraba otra palabra de la que nunca habían hablado mis maestros y al parecer
este traidor, Fidel, era -según el locutor-representante o formador. Mi
abuelo, herrero de profesión; había construido un imperio para alojar a su
familia. Si un hombre nacido en la más desesperada pobreza -cazando pajarillos
para hacer el caldo- que ingresó de aprendiz en una herrería terminó siendo el
patrón -criando siete niños, ejecutando el bandoneón aunque no supiera leer ni
escribir- no construyó un imperio , entonces que es un imperio en esta pequeña
tierra Uruguaya. Este maravilloso Emperador era, para mí, un sabio y un maestro
mucho más práctico que la suma de todos mis educadores. Pero ante todo mi abuelo
fue un obrero, un trabajador incansable junto a la fragua; sus manos tenían la
dureza del acero templado en sangre vacuna, sus brazos la veta del quebracho y
su frente la plenitud del campo descubierto que conocía palmo a palmo. Hablaba
con la seguridad de la palabra vivida, contaba con la exactitud del tiempo
robado al trabajo y decía con sólida libertad todo lo que pensaba. Mi vocación
para escuchar aquello que iba a quedarse en mi memoria para siempre, me obligaba
a preguntar al Abuelo y él contestaba como si su repuesta no hubiera nacido en
la historia de su vida. -Tata: ¿Qué es el Comunismo? -Tata: ¿Quién es
Fidel? -El Comunismo es como el Socialismo -decía- todos los hombres son
iguales; no hay ricos ni pobres, todos son como yo, obreros. -¿Pero, Tata, y
la Democracia no es lo mismo? -La Democracia es lo que tenemos, ricos,
pobres, estancieros, muertos de hambre y niños sin escuela. -Decía el Abuelo
mientras golpeaba el hierro al rojo. -¿Entonces. es Fidel un traidor como
dice la radio? -No -agregaba colocando el marrón sobre el yunque- es un gran
soñador, un hombre fuerte y mucho van hablar de él todos los
hombres.
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Crónicas en Color Sepia - Relatos breves
de Carlos Anández
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