Todos los chiquillos prorrumpieron en llanto, y Sacha,
mirándoles, también se echó a llorar. Se oyó toser al borracho, y un gran mujik,
cuya cabeza cubría una garra de piel, y cuya faz, de barba negra, parecía
terrible a la débil luz de la lamparilla, entró en la habitación. Era Kiriak. Se
acercó a su mujer y, sin decir palabra, le dio un puñetazo, en las narices.
Ella, silenciosa, aturdida, inclinó la cabeza y empezó a sangrar
copiosamente.
-¡Qué vergüenza! -murmuró el viejo-. ¡Delante de los huéspedes!
¡Qué pecado!
La vieja, encorvada, pensativa, callaba. Fekla balanceaba la
cuna...
Orgulloso del susto que les había dado a todos, Kiriak cogió a
María por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como una fiera, para
parecer aún más terrible; pero en aquel momento advirtió la presencia de los
huéspedes y se detuvo.
-¡Ah, ya habéis llegado! -exclamó, soltando a su mujer-. El
querido hermano con su familia...
Se persignó, mirando al icono. Luego continuó, muy abiertos los
rojos ojos de borracho:
-El querido hermano con su familia ha llegado a la casa
paterna..., ha llegado de Moscú, de la capital..., de la ciudad de las
ciudades... Con vuestro permiso...
Se sentó en el banco ante el samovar, y empezó a beber té a
grandes y ruidosos sorbos, en medio del silencio de los circunstantes... Cuando
hubo bebido a su gusto, se tendió en el banco, y momentos después roncaba.
Acostáronse todos. Nicolás, como enfermo, al lado del viejo, en
la chimenea; Sacha, en el suelo, y Olga, en la porchada, con las otras
mujeres.