-Está de guardabosque en casa de un comerciante -contestó el
padre. Es buen muchacho, pero demasiado bebedor.
-¡De poco nos sirve! -lamentó la vieja-. Son unos tarambanas
estos mujiks. Se llevan de casa más que traen. A Kiriak le gusta beber; pero el
viejo tampoco le hace ascos a la bebida, y no hay que decir que conoce el camino
del mesón. ¿No clama al cielo esto?...
Hicieron té en el samovar, en honor de los recién llegados. El
té -que olía a pescado-, el azúcar gris, el pan, la vajilla, eran desagradables;
también lo eran los temas de la conversación: miserias, enfermedades... No
habían acabado aún la primera taza, cuando se oyó de pronto en el patio una voz
de borracho que gritaba:
-¡María!
-Juraría que es Kiriak. Cuando se habla del lobo...
Todos callaron. Momentos después volvió a oírse la misma voz
áspera y como subterránea:
-¡Maaaría!...
María, la mayor de las nueras, palideció y se agazapó contra la
chimenea. El espanto en el rostro de aquella mujer, fea y corpulenta, de aspecto
varonil, resultaba cómico. Su hija -la niña a quien los recién llegados habían
encontrado sentada en la chimenea- se echó a llorar.
-¡Bah!... ¿Os va a matar, tontas? -exclamó Fekla, hermosa
mujer, corpulenta y fuerte también.
El viejo contó que a María le daba miedo vivir con Kiriak en el
bosque, y que el guarda, cuando se emborrachaba, iba a buscarla, armaba
escándalo y la vapuleaba.
-¡Maaaría! -oyóse gritar en la puerta.
-¡En nombre de Jesucristo, defendedme, tened piedad de mí!
-balbuceaba María, trémula, tiritante, como bajo una ducha helada-. ¡Por favor,
defendedme!