- I -
El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev había
enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había
caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con
guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado,
cuidándose, todos sus ahorros y los de su mujer, y ya no le quedaba nada para
vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. «Está
uno mejor en su casa -se dijo-, y vive con más economía, y por algo dice el
proverbio que hasta las paredes le ayudan.»
Llegó a su casa -en Jukov- al obscurecer. Sus añoranzas
infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver
su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su
hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas.
¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes,
torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto
a los conos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de
cuadros.
¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el
campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la
chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una
horcadura, ronroneaba un gato blanco.
Sacha le llamó.
-Miss, miss, Miss...
-Es sordo -dijo la chicuela- No oye nada.
-¿De veras?
-Le pegaron una paliza...