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Entonces supe por él que el kakué es un ave que frecuenta los montes más lóbregos y apartados, y que tiene fama entre los indígenas por su terrible grito. Me informó, igualmente, que kakué era el antiguo nombre del país, pero la palabra había sido mal deletreada por los primeros exploradores y escrita Jujuy, y, por último, se había conservado este vocablo corrompido. Todo esto que oía entonces por vez primera es histórico; pero cuando prosiguió a informarme que el kakué es un ser humano metamorfoseado, y que espíritus compasivos transforman en estas lúgubres aves a mujeres y a veces a hombres, cuyas vidas han sido obscurecidas por grandes sufrimientos y calamidades, le pregunté, un tanto desdeñosámente, si él, un hombre educado, creía tales absurdos.

-No hay un hombre en todo Jujuy -repuso que no lo crea.

-Ésa es una mera aserción -dije-; pero demuestra a qué lado se inclina usted. Sin duda que la superstición respecto al kakué es muy antigua, y nos ha venido junto con el quichua de los aborígenes. Transformaciones de hombres en animales se hallan generalmente en todas las religiones primitivas de la América del Sur. Por ejemplo, relatan los guaraníes que, una vez, huyendo de un incendio que se produjo por haber topado el sol con la tierra, mucha gente se arrojó al río Paraguay, y fue al instante transformada en capibaras y caimanes; mientras que otros, que treparon a los árboles, -fueron chamuscados y ennegrecidos por el fuego, y vuelto monos. Pero sin ir más allá de las tradiciones de los incas, se cuenta que, después de la primera creación, toda familia humana que habitaba las faldas de los Andes fue transformada en grillos por un demonio que le tenía enemistad al Creador. Por todo el continente, estas antiguas creencias están muertas o moribundas; y si la leyenda del kakué todavía tiene crédito aquí entre el vulgo sólo es debido a la situación aislada de esta región, que está ceñida por grandes montañas, y a no tener trato con los países vecinos.

Percibiendo que mis argumentos no habían producido ningún efecto, empecé a encolerizarme y le pregunté cómo él, un cristiano, se atrevía a profesar su creencia en una fábula engendrada en la imaginación corrompida de los gentiles.

Se encogió de hombros y repuso:

-Yo sólo he dicho lo que nosotros, en Jujuy, sabemos ser un hecho. Lo que es, es, y aunque usté hable hasta mañana, no lo puede cambiar, por muy letrao que sea.

Su respuesta me produjo un extraño efecto.

Por primera vez en mi vida me sentí acometido de la sensación de cólera en toda su fuerza. Poniéndome de pie, me paseé por el cuarto agitadamente, gesticulando y golpeando la mesa con las manos, y entonces, sacudiendo los puños cerca de su rostro, con ademán amenazante, y empleando un lenguaje violento, impropio de un discípulo de Nuestro Señor Jesucristo, reprendí la ignorancia degradante y la bárbara condición mental rancia de la gente con quien había venido a vivir, y, más particularmente, de la persona que tenía ante mí, que se preciaba de tener cierta educación, y debiera haber estado libre de las supersticiones del vulgo. Mientras le amonestaba de esta manera, él permaneció sentado, fumando un cigarrillo, dejando escapar de sus labios espirales de humo y observándolas elevarse hacia el techo; su arrogante y estudiada indiferencia enconó mi rabia, hasta tal punto que apenas pude refrenar el deseo de arrojarme a él y derribarlo al suelo con una de las sillas con asiento de junco que había en la habitación.

Sin embargo, tan pronto como se fue Osuna, sentí un remordimiento abrumador por haberme portado de un modo tan indecoroso. Pasé toda la noche en oración y vertiendo lágrimas penitenciales, y resolví, en adelante, velar muy estrictamente sobre mí mismo, ahora que se había revelado el secreto enemigo de mi alma. No pude haber tomado esta resolución más a tiempo. Hasta aquí, yo me había considerado una persona de disposición un tanto plácida y benigna; el cambio repentino a nuevas influencias, y también, tal vez, un secreto fastidio con mi suerte, habían desarrollado mi verdadero carácter; éste habíase vuelto en sumo grado impaciente, y propenso a repentinas y violentas explosiones de cólera, durante las cuales no acertaba muy bien a refrenar la lengua. Esta continua vigilancia sobre mí mismo, y la lucha con mi depravada naturaleza, que se habían hecho necesarias, eran la causa de sólo la mitad de mis males. Descubrí que mis parroquianos, casi sin excepción, tenían aquella misma índole torpe y apática, respecto a cosas espirituales, que tanto me ha exasperado en el tal Osuna, y que ha obstruido todos mis esfuerzos por hacerles el bien. Esta gente, o, más bien dicho, sus progenitores, abrazaron el Catolicismo hace siglos; pero jamás ha penetrado bien en sus corazones. Es con ellos todavía cosa superficial, y si sus espíritus, medio gentílicos, fueron profundamente conmovidos, no fue por el relato de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, sino por alguna creencia supersticiosa heredada de sus progenitores. Durante todos los años que he pasado en Yaví, jamás he dicho misa, jamás predicado un sermón, jamás he hablado de la consolación de la fe, sin punzarme el pensamiento que mis palabras eran inútiles; que estaba regando la roca donáe ninguna semilla podría germinar, y gastando mi vida en inútiles esfuerzos, por enseñar la Religión a corazones empedernidos. ¡Cuántas veces no me han venido a la memoria aquellas palabras de nuestro santo y muy docto padre Guevara, donde se queja de las dificultades que encontraron los primeros misioneros jesuítas! Cuenta cómo se trataba de impresionar a los chiriguanos con el peligro que corrían si rechazaban el Bautismo, describiéndoles su estado futuro cuando fueron condenados al fuego eterno del infierno. A lo cual ellos respondieron que no les inquietaba aquello, sino que, por el contrario, les regocijaba grandemente oír que aquellas futuras llamas serían inapagables, pues ello les ahorraría infinita molestia, y que si acaso hallaban el fuego demasiado cálido, se alejarían a adecuada distancia. ¡Tan difícil era para sus gentílicas inteligencias comprender las solemnes doctrinas de nuestra fe!

 
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Marta Riquelme de Guillermo Enrique Hudson   Marta Riquelme
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