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 Los Álvarez Viyón vivían en una casona importante de un 
distinguido barrio de Buenos Aires. Casa que había pertenecido a tres 
generaciones de la familia y, por lo tanto, tenía el lustre que otorga la 
permanencia en la alta sociedad. El jardín era imponente, tanto en la parte 
delantera como en los fondos. Una empresa se ocupaba de que todo estuviera en 
condiciones: césped corto, reverdecido año tras año por su renovación, y un 
regado programado lo bañaba cada tarde, durante las estaciones calurosas; 
plantas que rotaban de acuerdo con la época del año, dándole al lugar un aspecto 
muy cuidado. Sin embargo, para Manuela, les faltaba el amor que debe depositarse 
en todo ser vivo. Por eso de las plantas de interiores se ocupaba ella. Nadie se 
atrevía a poner mano allí, sólo ella sabía cómo hablarles, regarlas, limpiarlas, 
y soñar por un ratito que todavía estaba en su casa del pueblo, rodeada de verde 
y con aromas diversos que inundaban el patio de tierra recién regada, cuando por 
la tarde, se sentaba a tomar unos mates. En la casa de los Álvarez Viyón 
trabajaban: un ama de llaves, una mucama que vivía allí, y otra que sólo venía 
por las mañanas, una cocinera y el chofer. Manuela, el ama de llaves, lo hacía 
desde diciembre de 1975. Veinte años de estar con la familia. Fue la época en 
que murió su padre y quiso salir del pueblo, porque sabía que allí, no había 
futuro. Le preguntó a su patrona si su familia de Buenos Aires no necesitaba 
empleada, le gustaría irse a la capital a tentar suerte, pero sin trabajo 
seguro, no se animaba. En un primer momento, la señora Clelia retrasaba la 
respuesta, hasta que de pronto llegó una carta de Buenos Aires, de la señora 
Úrsula, la hermana de la patrona. Después, se sucedieron varios llamados 
telefónicos y, en poco tiempo, llegó el trabajo. Al principio, había costado 
acostumbrarse a la ciudad. Manuela siempre fue una mujer simple y, en el pueblo, 
trabajaba por horas. Aquí era con cama adentro. Bueno, en definitiva para qué 
iba a salir, si ella no conocía a nadie, no tenía a dónde ir. Lo que más le 
importaba era poder ayudar a los que se quedaron, reunir un poco de plata y 
mandársela. El afuera de la casona no le interesaba, y por la época en que 
llegó, la ciudad y la casa estaban convulsionadas. Claro que la convulsión de la 
casa era distinta, se notaba que allí, todo marchaba bien. A ella, lo que le 
provocaba más alegría, era Juan Ignacio, tan chiquito, apenas meses. 
"¿Cuántos?", le preguntó a la señora Úrsula. Y... once, sí, once porque el mes 
que viene cumple un año. Qué distraída era la señora, a veces se olvidaba o 
dudaba de todo, cómo no recordar esa fecha. Aunque era buena la señora. Tenía 
sus cosas, claro, pero en definitiva era 
buena.
 
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