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Manuela caminó el pasillo que separaba su dormitorio de la
cocina. Buscó con la mano derecha el interruptor de la luz. La cocina
amanecía tan cotidiana y limpia como ella la había dejado la noche anterior.
Presionó el botón de la cafetera. Una, dos, tres, cuatro, seis naranjas junto al
exprimidor. Abrió la alacena superior, ¿y la mermelada de durazno? Otra vez la
mucama olvidó comprarla, por suerte a Juan era fácil reemplazársela, sí, era una
suerte que fuera para él. Dominada por los actos diarios puso en funcionamiento
la tostadora. Los movimientos repetidos del desayuno. Su vida. Si supieran en
el pueblo con qué artefactos domésticos lidiaba a diario. Le parecía escuchar la
voz de su hermano mayor: "Lo que no inventa el extranjero, che". Sonrió al
recordarlo, pero el salto de las tostadas la depositó en la realidad. Miró el
reloj de la pared. Subió las escaleras y golpeó la
puerta. -Adelante. -Buenos días, señora ¿descansó bien? -Bien, gracias.
¿Se levantaron los chicos? -No señora. A Juan Ignacio lo llamo en media hora,
hoy entra más tarde a la facultad, y ahora voy a despertar a María
Pía. -Bueno, preparáme la ropa que enseguida me baño. En veinte minutos bajo
a desayunar. Pasaron los horarios de desayunos para los distintos integrantes
de la casa. La mañana se presentaba sin sobresaltos. Cuando se encontró sola
con Juan Ignacio, se animó y le preguntó: -¿En qué andás Juancito? Estás muy
callado estos días. -Nada, Manu. Mirá que sos curiosa -le dijo, mientras le
pellizcaba un cachete y se levantaba para irse. -Sí, sí... ni tu madre te
conoce tanto como yo. -De eso estoy seguro -dijo con una seriedad que
inquietó aún más a Manuela, y se despidió rápido. El resto de la mañana
transcurrió entre las tareas habituales de un día viernes. El fin de semana
significaba un cambio en el orden de la casa.
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