...La primera noche cálida de primavera, cuando las
luces brillaban como perlas a través del aire liláceo y se
oían voces murmurando en los jardines florecientes, era ella quien
cantaba en la alta casa de cortinas de tul. Al atravesar uno bajo la luz de la
luna una ciudad extraña, era suya la sombra que caía sobre el
tembloroso oro de las persianas. Al encenderse la lámpara en la nueva
quietud, eran sus pasos los que resonaban junto a la puerta. Y era ella quien se
asomaba en el crepúsculo de otoño, pálida, envuelta en
pieles, al pasar el automóvil. En realidad, para decirlo en pocas
palabras, yo tenía en aquel momento veinticuatro años. Y cuando se
reclinaba sobre la espalda, con las perlas deslizándose bajo su
mentón, y suspirando "tengo sed, querido. Donne moi une
orange", me hubiera zambullido, feliz y ansioso, para buscar la naranja
entre las fauces de un cocodrilo... si los cocodrilos comieran naranjas.
"Si tuviera dos alitas de plumas
y fuera un pajarito emplumada..."
cantó Beatrice.
Le tomé las manos. -No te irías volando,
¿no?
-No muy lejos. No más allá que el final del
camino.
-¿Por qué diablos allí?
Citó:
-"No llega, dijo ella...".