-Dame... yo me encargo. -Los puso de golpe sobre la mesa junto
con sus guantes largos y una canasta de higos-. La Mesa del Almuerzo.
Cuento corto de... de... -me tomó del brazo-. Vamos a la terraza. .. -y
sentí que temblaba-. Ça sent -dijo débilmente- de
la cuisine...
Había advertido que últimamente (hacía dos
meses que estábamos viviendo en el Sur) cuando quería hablar de
comida, o del clima, o, en broma, de su amor por mí, volvía
siempre al francés.
Nos encaramamos a la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se
inclinó para mirar hacia abajo, hacia el blanco camino con su guardia de
lanzas de cacto. La belleza de su oreja, sólo de su oreja, era una
maravilla tan grande que después de contemplarla podía haberme
vuelto hacia todo aquel oleaje de mar resplandeciente a nuestros pies,
tartamudeando:
-Saben... ¡su oreja! Tiene orejas que son sencillamente
lo más...
Estaba vestida de blanco, con un collar de perlas al cuello y
lirios del valle metidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano
izquierda llevaba un anillo con una única perla... sin alianza.
-¿Por qué habría de usarlo, mon
ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién podría
importarle?