Beatrice soltó una extraña risita y
mordisqueó la punta del tallo de un lirio.
-¡Tú! -dijo-. ¡No le harías mal ni a
una mosca!
Muy raro. Dolía, sin embargo. De una manera terrible. En
ese momento Annette trajo nuestros aperitivos. Beatrice se inclinó hacia
adelante y tomó la copa de la bandeja y me la alcanzó.
Advertí el brillo de la perla en lo que llamaba el dedo de la perla.
¿Cómo podían haberme dolido sus palabras?
-Y tú -dije, tomando la copa- nunca has envenenado a
nadie.
Eso me dio una idea; traté de explicarla:
-Harías... harías exactamente lo contrario. Cómo se llama
una persona como tú que, en lugar de envenenar a la gente, las llena... a
todos, al cartero, al hombre que conduce nuestro coche, al hombre del bote, al
florista, a mí de nueva vida, con algo que tú misma irradias,
belleza, tu...
Sonrió como en sueños; como en sueños me
miró.
-¿En qué estás pensando, mi amor?
-Estaba preguntándome -dijo- si después del
almuerzo irías hasta el correo para pedir las cartas que llegaron por la
tarde. Por favor, querido. No es que esté esperando una... pero...
sólo pensé que, quizás... . es tonto no tener las cartas si
han llegado. ¿No es cierto? Es tonto esperar hasta mañana.