Riquet ladraba todavía cuando la vieja Angélica
entreabrió la puerta y anunció, desconcertada, que unas
señoritas acababan de llegar. El señor Bergeret comprendió
que serían su hermana Zoé y su hija Paulina; no las esperaba tan
pronto, pero sabía que su hermana Zoé tomaba decisiones bruscas y
repentinas. Levantóse de la mesa, mientras Riquet al oír andar en
el pasillo, ladraba furiosamente con objeto de producir alarma. Su prudencia
salvaje, refractaria a toda educación liberal, inducíale a pensar
que cualquier forastero es enemigo. Oliscaba un daño enorme, la terrible
invasión del comedor, amenazas de ruina desoladora.
Paulina, de un salto, se arrojó al cuello de su padre,
quien la besó sin soltar la servilleta que tenía en la mano, y
retrocedió luego para contemplar a la muchacha, misteriosa como todas, a
la cual apenas reconocía después de un año de ausencia;
érale a un tiempo muy allegada y casi desconocida, pertenecíale
por oscuros orígenes y se le escapaba por la fuerza resplandeciente de la
juventud.
-¡Buenos días, papá mío!
Hasta la voz había cambiado; se hizo menos aguda y
más cadenciosa.
-¡Qué alta estás, hija mía!
Le pareció bonita, con su nariz afilada, sus ojos
inteligentes y su boca burlona. Sintió un goce intenso al verla; pero
aquel goce se desvaneció al reflexionar que no se vive tranquilamente en
el mundo, y que los jóvenes, ansiosos de felicidad, acometen, para
lograrla, inseguras y difíciles empresas.