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Como su amo se daba cuenta de todos los sentimientos de Riquet, no insistió en que comiera; sin embargo, no ignoraba que, una vez terminada su comida, a la cual Riquet asistía respetuosamente, el perro devoraría en la cocina su ración, debajo del fregadero, soplando y resoplando a sus anchas. Tranquilizado respecto a este punto, entregóse de nuevo a sus divagaciones.

"Para los héroes -pensaba-, comer era un asunto muy importante. Homero no deja de decirnos que en el palacio del rubio Menelao era su criado Eteoneo, hijo de Boeto, quien cortaba la carne y repartía las raciones. Un rey merecía todo género de alabanzas cuando en su mesa daba a cada cual su parte de buey asado. Menelao era buen conocedor de las costumbres; Helena, la de los brazos blancos, guisaba en compañía de sus sirvientas, y el ilustre Eteoneo trinchaba la carne. El orgullo de tan noble ocupación resplandece aún en el afeitado rostro de nuestros jefes de comedor. Estamos unidos al pasado por raíces profundas; pero yo como poco, no soy tragón, y Angélica Borniche, mujer primitiva, me lo reprocha. Me admiraría mucho más si yo tuviera el apetito de un atrida o de un Borbón."

El señor Bergeret había llegado a este punto de sus reflexiones, cuando Riquet abandonó su almohadón y se puso a ladrar delante de la puerta.

Aquel acto era chocante, por lo poco frecuente. Riquet no se levantaba nunca de su almohadón hasta que su amo se levantaba de la silla.

 
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