-Riquet, ¿quieres pollo? -preguntó el
señor Bergeret-. Está bonísimo.
Riquet nada respondió. Cuando estaba echado debajo de la
mesa nunca pedía nada; jamás reclamó su parte, por
apetitoso que fuera el olor del plato que a su amo servían, y ni se
atrevió a probar lo que le ofrecieron... Negábase a comer en un
comedor de seres humanos. El señor Bergeret, que, afable y compasivo,
compartiera gustoso la comida con su compañero, al principio le dio
algunos pedacitos, entre palabras cariñosas; pero con la soberbia que
acompaña frecuentemente a la bondad, le dijo:
-Lázaro, recoge las migas del rico bondadoso, puesto que
para ti soy el rico bondadoso.
Riquet siempre se había negado a aceptar semejante
ofrecimiento; la majestad del lugar le sobrecogía, y acaso
también, en su condición pasada, recibió lecciones que le
enseñaron a respetar los alimentos del amo.
Un día el señor Bergeret instóle
más que de costumbre para que comiera y sostuvo mucho rato junto a la
nariz de su amigo un pedazo de carne sabrosísima. Riquet apartó la
cabeza, se alejó y fijó en el amo sus hermosos ojos humildes, que,
llenos de inocencia y reproche, parecían decir:
"Señor, ¿por qué me
tientas?"
Con el rabo entre las piernas, las patas encogidas,
arrastrándose sobre el vientre en señal de humildad, fue a
sentarse tristemente junto a la puerta. Así estuvo mientras duró
la comida, y el señor Bergeret admiró la santa paciencia de su
compañerito negro.