Entre tanto, el señor Bergeret examinaba en su fuero
interno, las razones del prejuicio que indujo a la buena mujer a creer que el
derecho de manejar el cuchillo corresponde únicamente al dueño de
la casa; pero no buscó tales razones en el sentimiento generoso y
benévolo del hombre que se reserva las tareas fatigosas y sin atractivos,
porque se ha observado que los trabajos más penosos y desagradables de
las casas correspondieron a las mujeres en el transcurso de los tiempos y con el
consentimiento unánime de los pueblos. Así, el señor
Bergeret relacionó la tradición venerada por la vieja
Angélica con la antigua idea de que la carne de los animales preparada
para sustento del hombre es algo tan sagrado que sólo el amo y
señor debe trincharlo y repartirlo; y recordó al divino porquero
Eumeo, que recibió a Ulises en su establo sin reconocerle, a pesar de lo
cual tributóle honores reservados a un elegido de Zeus. Eumeo se
levantó para servir con su equidad acostumbrada. Hizo siete partes, de
las cuales consagró una a las ninfas y a Hermes, hijo de Maya;
distribuyó las otras entre los invitados y ofreció a su
huésped, paró honrarle, todo el lomo del cerdo. Complacido, el
sutil Ulises dijo a Eumeo: "¡Ojalá, Eumeo, seas grato siempre
a Zeus paternal por haberme honrado con la mejor parte sin que yo te revelara
quién soy!" El señor Bergeret, ante su vieja criada, hija de
la tierra fecunda, sentíase transportado a los tiempos antiguos.
-Si el señor quiere servirse...
Pero el señor Bergeret, no disfrutaba, como el digno
Ulises y los reyes de Homero, de un apetito heroico, y mientras comía
leía el periódico, extendido sobre la mesa; otra de sus costumbres
que la sirvienta no aprobaba.