I
Mientras el señor Bergeret tomaba su frugal cena,
tenía a sus pies a Riquet echado sobre un almohadón. El alma de
Riquet era religiosa; tributaba al hombre honores divinos y juzgaba
magnánimo y poderoso a su dueño; pero, sobre todo al verle sentado
a la mesa, reconocía la magnanimidad y el poder soberanos del
señor Bergeret, porque si bien todos los alimentos eran para él
agradables y preciosos, en particular el alimento humano parecíale
augusto. Veneraba el comedor como si fuera un templo, y la mesa del comedor,
como un altar. Mientras comía su dueño, Riquet aguardaba
inmóvil y silencioso a sus pies.
-¡Mire qué pollito tan bien cebado!
-advirtió la anciana Angélica al dejar la fuente sobre la
mesa.
-Hágame el favor de trincharlo -dijo el señor
Bergeret, poco diestro en el manejo de las armas e incapaz de hacer las veces de
escudero trinchante.
-Con mucho gusto -afirmó Angélica-; pero no es a
las mujeres, sino a los hombres, a quienes corresponde trinchar las aves.
-Yo no sé trinchar.
-El señor debiera saber.