Pero la historia de la cultura avanza por oposiciones
dialécticas, la aparición de una tendencia provoca irresistiblemente la de la
contraria. Así con el interés del renacimiento por la ciencia resurgieron la
magia oriental, la astrología, la nigromancia. En el siglo XVIII, junto con la
racionalidad crítica de la ilustración y como reacción, emergía el
prerromanticismo antiiluminista. El siglo XIX fue el del positivismo
cientificista y, a la vez, el del romanticismo y el simbolismo, que proclamaban
su hastío por la aridez de la razón y oponían a la frialdad de la ciencia los
impulsos del corazón. Es un error considerar que la fe en el progreso terminó
con el hundimiento del Titanic, la guerra del 14 o Auschwitz o Hiroshima. Desde
el comienzo de la modernidad hubo una corriente adversa a ésta.
Estos movimientos irracionalistas, tan heterogéneos y confusos,
tenían, no obstante, un rasgo esencial en común: el ataque a la moderna sociedad
burguesa industrial y la nostalgia por un imaginario paraíso perdido del mundo
premoderno. Constituyeron una tradición de la que se nutrirá el llamado arte
moderno que, contradictoria y paradójicamente, representa también un implacable
ataque a la modernidad. Siguiendo el hilo invisible que los une, puede llamarse
al romanticismo primera vanguardia, o prevanguardia o protovanguardia; y a la
vanguardia, neorromanticismo o posromanticismo.
Es preciso advertir que el irracionalismo antimoderno y sus
formas artísticas fueron también una expresión oblicua de la modernidad. La
modernidad fue una revolución tan profunda y sus alcances tan amplios que todo
rechazo a la misma no podía surgir sino de su propio seno. El barroco no
existiría sin el renacimiento, el romanticismo no existiría sin la ilustración;
la vanguardia, en fin, no existiría sin el proceso histórico de autonomía del
arte, que se desarrolló desde el renacimiento hasta el siglo XIX. El
irracionalismo fue tan sólo una reacción y como tal dependía de aquello a lo que
se oponía.