Por suerte, he encontrado en la vereda la misma basura de
siempre y la llave de mi departamento abrió la puerta como de costumbre. Encendí
la luz. echando a la noche por mi ventana, que miraba unas calles ruidosas y
sucias, impregnadas por el hollín permanente de los colectivos que se estancan
en aquellos pasajes estrechos que llevan al micro-centro.
Me arrellané en un sillón con el libro, tratando de abstraerme
de aquellos ruidos, de aquella música del vecindario, que no es tango, por su
puesto. Mis vecinos de San Telmo, en líneas generales son ocupas, y entre los
sospechosos ir y venires que hacen proliferar su demografía, siempre se escucha
la radio a todo volumen, con esa pachanga tan vulgar. Yo tengo un equipo de
música empotrado entre mis paredes de libros, y podría poner Bach a todo volumen
para mitigar aquello, pero me da mucha pena hacerlo. Entonces no me queda más
que sumergirme en aquél aturdimiento y asumir todos mis males y tratar de
sobrevivir a ellos con una metódica resignación. Abrí el libro y antes de
comenzar a leerlo traté de evocar aquél momento en que empece a escribir la
historia, allá, en una ciudad muerta, frente al mar, observando a uno de sus
personajes, que se negaba a ser partícipe de ella. Aquella evocación se mezclaba
con la lectura. ya eran una misma pieza.