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Todos salen a presenciar el espectáculo: el estanciero con su peonada y la señora con los niños. Sentados sobre el cerco los espectadores fuman, charlan y con ademán de entendidos siguen expectantes todas las fases del excitante juego sin dejar de dictaminar sobre la bondad de los caballos y la destreza ecuestre del domador.

Cuando algunos potros han recibido su primera lección, la audiencia espera ansiosa una variación. En voz alta se manifiesta la duda acerca del arte del famoso domador: debe brindársele la ocasión de mostrarse en su número brillante. Está en juego su honor de jinete. El estanciero le autoriza domar en pelo a un animal particularmente bravo. Se llama así, la manera de cabalgar sin montura ni arreos sobre el lustroso animal, una destreza de la que sólo son capaces los gauchos argentinos y no todos tampoco.

Mientras el caballo elegido es separado de los demás el domador se trepa a un poste de la tranquera y se queda colgado del travesaño, a la entrada del corral. En su cinturón sólo lleva su rebenque con un pomo del tamaño de un puño. Azuzado por una gran gritería el caballo es obligado a atravesar por la tranquera y en el momento oportuno el domador se deja caer sobre su lomo. Los espectadores hacen apuestas en tabaco y cigarrillos acerca de si caerá o no, de la cantidad de cabriolas que hará el animal con las cuatro extremidades en el aire, etc.

Nuevamente, se inicia una lucha entre el potro y el jinete, pero ésta mucho más emocionante, pues el hombre se impone a la bestia sin más ayuda que su fuerza muscular. Después de muchos brincos, giros inesperados y cabriolas el caballo describe varias vueltas sobre sí mismo, se yergue erecto sobre su tren trasero y de súbito se echa al suelo revolcándose sobre el lomo. El domador salta con destreza y vuelve a montar al caballo tan pronto éste se incorpora sobre sus miembros. A semejanza de una pelota el animal da un salto repentino y cae con las extremidades tiesas haciendo rebotar al jinete. Uno diría que el impacto debe haberlo dejado sin sentido. Una nueva corcova, curva como una hoz, capaz de despertar la envidia de un gato. Mordiscones, coceos hacia adelante y hacia atrás. Nada le sirve. Los muslos del jinete rodean sus flancos como férreas tenazas. La lidia continúa. No le queda al animal ni un pelo seco en el cuerpo, su respiración se hace jadeante, se le dilatan los ollares, sus ojos inyectados de sangre lanzan en derredor miradas furibundas. En el jinete también se advierte la tensión casi sobrehumana de todas sus fuerzas. Tiene el rostro amoratado, los ojos que parecen querérsele saltar de las órbitas por el esfuerzo y las hinchadas venas le dan un indescriptible e inquietante aspecto de rudeza.

¿Quién aguantará más, el hombre o la bestia? De pronto restalla el pesado rebenque en el aire y el pomo de plomo golpea al potro en la cabeza entre ambas o rejas que se desploma sin sentido. A su lado, se yergue triunfante el domador y agita su sombrero. Ruidosos aplausos premian su coraje y su pericia como jinete. El estanciero le da la mano y le expresa su reconocimiento. Vacilante pero orgulloso el domador abandona la arena echando miradas a su alrededor. Se sabe el héroe de la jornada y se hablará mucho de él aún cuando, al atardecer, el mate corra de mano en mano, mientras un cordero se va asando en el asador.

Al igual que la mayoría de los habitantes de las estepas, los gauchos no cabalgan sobre una silla propiamente dicha, sino sobre una pila de mantas y pieles. Dejando de lado el asiento blando y cómodo, cuando se pernocta a la intemperie este tipo de ensillar tiene además la ventaja de reemplazar a la cama, tan echada de menos dada la gran diferencia de temperatura entre el día y la noche que se hace notar en forma particularmente desagradable en invierno. Debo a la montura gaucha muchas noches agradables pasadas a campo raso y junto al fogón de los ranchos, razón por la cual no quiero dejar de erigir en los párrafos siguientes un monumento a su memoria.

En primer lugar se colocan sobre el lomo del caballo dos bolsas de arpillera, luego dos o tres pieles de oveja y para dar a la montura la amplitud del asiento de una silla, se pone sobre las pieles un armazón consistente en dos rodillos de cuero, rellenos de paja, de sección ovalada y el grosor de un brazo. Ambos rodillos están unidos entre sí mediante cuerdas cruzadas a la manera de un corset. Se asegura todo el conjunto mediante una cincha de cuero de dos palmos de ancho, en la cual van sujetos los estribos. Estos son tan cortos que los muslos del jinete quedan en posición casi horizontal. Por lo general, los estribos son de cuero y escasa anchura, suficiente para permitir el apoyo de la punta del pie. Como jamás se trota, sino se anda al paso o al galope, no es necesario que sean más anchos pues no se requiere su apoyo para el trote inglés, además evitan que el jinete quede enganchado en ellos en caso de una caída. A veces sólo se usa un travesaño de madera en reemplazo del estribo, sobre el que se apoya el pulgar de tal manera que la correa del estribo pasa entre este y el segundo dedo. Naturalmente, el dispositivo requiere cabalgar descalzo. La ancha faja de cuero de la cual penden los estribos, como ya se ha mencionado, sirve asimismo de cincha. No lleva hebillas, sino dos aros de metal y su extremo más delgado se pasa por la parte más voluminosa del vientre del caballo y se tira con manos y dientes apoyando el pie izquierdo sobre el flanco del animal para lograr mayor fuerza. Finalmente se lo asegura con un nudo como de corbata. Completan la montura otras dos pieles de oveja y una mantilla de grueso cuero de carpincho. Una correa del ancho de un dedo mantiene en su lugar este segundo complemento de la montura. Cuando va a realizar un largo viaje, el gaucho lleva su ropa debajo de la mantilla y un poncho, manta de lana con una abertura en el centro para pasar la cabeza. Así descripta la operación de ensillar parece ser harto complicada, pero adquirida cierta práctica, no demanda más tiempo que la colocación de una silla inglesa, porque todas las cubiertas se pueden poner de tina sola vez sobre el lomo del caballo y luego no resta sino ceñir y anudar las dos correas. Pero hasta tener esa práctica, de ordinario a poco de empezar a cabalgar se le escapan a Lino lis distintas piezas y por último no queda más que el aguerrido jinete, siempre y cuando no haya ido a ver de cerca el suelo, para comprar campo, al decir del Terminus technicus.

El gaucho no atribuye gran importancia al aspecto de su montura, pero sabe dar a los arreos un acabado artesanal y elegante.

Los confecciona con cuero sin curtir cortado en lonjas del ancho de tina cerilla. Estas tiras se trenzan formando tientos de superficie redondeada o con cantos, que adorna con guarniciones de plata. No se usa el bridón. Sólo se apoya el freno sobre el bocado.

 
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Con los gauchos de la Pampa de Erwin von Hase   Con los gauchos de la Pampa
de Erwin von Hase

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