Me abstendré de hablar de mosquitos y otras alimañas similares en beneficio de mi salud, pues a juicio de mi médico de cabecera toda excitación es perniciosa.
Además de estos animales y plantas, pueblan la Pampa los gauchos: descendientes de los primeros españoles venidos a los países del Plata después del descubrimiento de América y que intimaron con las indias. De los soldados españoles, el gaucho heredó su salvaje e indómita libertad, su afición e inclinación por la postura marcial, su habilidad para andar con caballos y su aversión a las labores arduas y penosas del labriego. Con su vestimenta pintoresca como de bandolero corcovea sobre sus caballos dando muestras de su pericia y, arrojo como jinete. El sombrero oculta su rostro curtido por el viento y la intemperie, donde fulguran un par de ojos oscuros y dientes de deslumbrante blancura. Protege su cuello un gran pañuelo de seda doblado en diagonal, cuyas dos puntas flamean al viento en tanto el vértice del triángulo es metido bajo el sombrero para proteger la nuca de los rayos del sol y de la picadura de los mosquitos. Cubre su torso una camiseta de lana y una chaqueta corta y la parte inferior del tronco y las piernas van enfundadas en amplias bombachas abotonadas en los tobillos y sujetas a la cintura por un ancho ceñidor adornado con monedas y provisto de bolsillos. En la parte posterior de este cinturón el gaucho mete su fiel compañero de día y de noche, un largo facón que a manera de herramienta universal usa como mondadientes o raspador de cascos. Los gauchos de más recursos llevan también al costado un trabuco antediluviano. Por lo general, no dispara, pero de todos modos le imparte al portador un aire marcial y le brinda un servicio no desestimable como maza. Los días de fiesta el gaucho se pone botas de caña alta, mientras que los restantes calza alpargatas (calzado de lona y soga) o botas confeccionadas con cuero de potro. Un corte transversal en torno al muslo de un caballo muerto, cerca del vientre, otro corte por encima del corvejón, luego se tira del cuero, se tusa el pelo y se curte y ya está terminada la bota. Por la parte delantera asoman los dedos de los pies, pero hay dandies que solucionan el inconveniente atando un cordón en la punta de la bota. En las regiones alejadas es dable encontrar aún gauchos descalzos, pero jamás desprovistos de sus pesadas espuelas, cuyos discos se hincan en la arena. Como es de imaginar, el gaucho no está familiarizado con las ciencias. En la mayoría de los casos no sabe leer ni escribir. ¿Con qué objeto? Cuando recibe o debe mandar una carta el tendero del almacén más cercano lo hace igual o mejor que si él hubiera aprendido a hacerlo.
Sin embargo, es menester reconocer en los hijos de la Pampa cierta gracia y caballerosidad. Aún conservan en su sangre estas cualidades heredadas de sus antecesores, los conquistadores españoles. A un gaucho jamás se le ocurriría dirigir la palabra a la dueña de casa sin descubrirse y quitarse el cigarro de la boca y las manos de los bolsillos. Su vivienda es más que primitiva y no contiene en su interior sino lo más indispensable, pero a pesar de su pobreza, sus moradores ofrecen una asombrosa hospitalidad, una cualidad condicionada por la escasa densidad de población del campo y la carencia de hospedajes fuera de las ciudades, que a menudo se encuentran a varios cientos de kilómetros de distancia unas de otras. Pero de todos modos, el huésped siente que la bienvenida es sincera y puede considerarse como en su propia casa. Nadie entra en un rancho sin que le sea ofrecido enseguida un mate o tabaco y uno de los niños busca diligente y sin mediar ninguna indicación una brasa del hogar que acerca al visitante para que encienda su cigarro. Sin embargo, donde hay luz, también se dan las sombras. El gaucho no lleva el facón muy fijo en su cinturón y la más insignificante nimiedad lo impulsa a empuñar el arma. La compasión en particular por los animales, es un sentimiento por completo desconocido. Los caballos que presentan zonas magulladas y sangrantes del tamaño de tina montura se siguen cabalgando y para tiro se emplean bestias con heridas abiertas en el pecho, donde enjambres de moscas depositan sus huevos. El dueño de la estancia donde nos encontrábamos estuvo a punto de hundirle el cráneo a un gallego con el cabo de su pesado rebenque por haber intentado desollar una oveja sin estar aún del todo muerta. Por supuesto, el infame individuo fue echado de la estancia, pero anduvo merodeando por los alrededores hasta que se le ofreció la oportunidad de disparar un tiro a su ex patrón. Poco después fue enviado a la Isla de los Estados en un prolongado viaje de descanso, donde se lo confinó además por otros motivos.
Al entrar en tina ciudad es obligatorio dejar todas las armas que se portan en la comisaría, aun cuando su empleo puede resultar muy necesario allí. Sin embargo, la disposición no se toma al pie de la letra. Si se tiene la mala fortuna de ser detenido, las dos alternativas que se presentan son el pago de una crecida multa o quedar preso en un calabozo. Las autoridades rompen la hoja del facón y devuelven a su dueño el mango a menudo muy valioso por ser de plata pura. Este procedimiento tampoco es tomado al pie de la letra.
La doma constituye una fiesta en la existencia poco variada del gaucho. No se la puede llamar adiestramiento pues este requiere más tiempo y esfuerzo de lo que valdría la pena dado el precio que se paga por un caballo. Un animal de trabajo que satisfaga todas las exigencias cuesta tan sólo unos 40 a 60 pesos.
Ya a las primeras horas de la mañana se ve una larga caravana de gauchos atravesar el campo arriando los caballos hacia el corral, un lugar cercado por empalizadas y dividido en varios potreros. Asustados y trémulos, los animales se aprietan unos contra otros, resoplan y yerguen las orejas. Sólo tienen un instante de calma pues no tardan en entrar al corral sus perseguidores, haciendo girar el lazo a rodeabrazo. Comienza en el estrecho recinto una frenética carrera tras las temerosas bestias. Dos lazos surcan el aire con un silbido; cada uno ha ido a amarrar las patas delanteras y traseras de uno de los equinos. La correas quedan tensas y provocan su caída. En un abrir y cerrar de ojos le han colocado una montura y el cabestro. Se desatan los lazos y tan pronto el animal se incorpora el domador salta sobre su grupa. Por un momento el animal se resiste. jamás ha sentido el peso de una montura sobre su lomo, ni qué decir de un ser humano. Se inicia entre el jinete y el noble bruto una lucha interesante y de bastante emoción para el espectador. A derecha e izquierda del domador cabalgan otros gauchos, cuya misión es desviar al animal del cerco del corral hacia el centro cuando intenta arrimarse a los postes. Por fin su resistencia decae, y cuando se resigna a su destino se lo deja en paz hasta el día siguiente en que se repite el mismo juego. En comparación a la primera lidia, es en verdad un juego. La operación se repite hasta que el animal reconoce la superioridad del hombre y ejecuta mansamente las tareas que se exigen de él.