Curioso es que a mi edad -cincuenta y cinco en mi último cumpleaños- me encuentre con la pluma en la mano tratando de escribir una historia; y maravillosamente ya de lo que ésta sea cuando la haya terminado, si es que logro llegar al término de tal empresa. Muchas cosas buenas he hecho durante mi larga vida, y digo larga, porque tal vez la he comenzado demasiado joven, ganándome la existencia en las viejas colonias, desde una edad en que los otros muchachos asisten a la escuela, ora traficando, ora entregado a la caza, ya luchando, ya ocupado en los trabajos de minería, y, sin embargo, sólo hace ocho meses que hice mi fortuna. ¡Y qué fortuna! aún ignoro a cuánto asciende; pero puedo asegurar no volvería a pasar otra vez los últimos quince o dieciséis meses de mi vida para adquirirla, aunque supiese que al final había de salir a salvo, con mi pellejo y con ella. Además, mi carácter es tímido, me disgusta la violencia y estoy completamente cansado de aventuras. Y ¿por qué voy a escribir este libro?: esto no pertenece a mi ramo, ni yo soy un literato, por más que sea muy aficionado al Viejo Testamento y a las «Leyendas de Ingoldsby». Permitídme, manifieste mis razones, precisamente para ver si tengo alguna.
1. Porque sir Enrique Curtis y el Capitán Juan Good así me lo han suplicado.
2. Porque me encuentro inutilizado, aquí, en Durbán, con los dolores y molestias de mi pierna izquierda. Desde que aquel león, que Dios confunda, hizo presa en ella, estoy expuesto a tales sufrimientos y es bien pesado que ahora haya de cojear más que nunca. Es preciso que los dientes del león tengan cierta especie de veneno, y si no, ¿cómo es posible que sus heridas, una vez cicatrizadas, vuelvan a abrirse, por lo general, en la misma época del año en que fuimos mordidos? Dura cosa es que después de haber matado sesenta y cinco leones, el sexagésimosexto os mastique una pierna como si fuera un alfeñique. Esto rompe la rutina de los sucesos, y, dejando aparte otras consideraciones, soy hombre demasiado metódico, dicho sea de paso, para que pueda agradarme.
3. Porque deseo que mi hijo Enrique, estudiante de medicina en un hospital de Londres, tenga algo que le divierta y evite sus calaveradas por una semana lo menos. El trabajo de los hospitales debe ser monótono y cansado, pues aun el descuartizar cadáveres ha de llegar a fastidiar, y como esta historia no carecerá de interés, por más que le falten otras cualidades, tal vez despertará su atención distrayéndole mientras la lea.
4. y última. Porque voy a contar la historia más extraña que conozco, tanto más, aunque parezca ridículo afirmarlo, cuando no figura en ella mujer alguna, excepto Foulata. ¡Detengámonos! Hay otra, Gagaula, si acaso era mujer y no demonio; pero por lo menos llegaba a un siglo, y por consiguiente no era casadera, así pues, no he de contarla. De cualquier modo, puedo afirmar que no se encuentra una sola falda en toda la historia: pero creo que lo mejor es, que comencemos la jornada. Dura cosa me parece, y en realidad me siento como si uncido a un carro hubiera de tirar de él: mas «sutjes, sutjes» como dicen los boers (lo que seguro estoy no sé como se escribe), poco a poco se llega, lejos. Una pareja fuerte hará, indudablemente, el camino, a menos que esté muy flaca, pues con un buey flaco nada es posible hacer. Ahora comencemos.
Yo; el caballero Allan Quatermain, natural de Durbán, Natal; afirmo bajo juramento que -así es como encabecé mi declaración ante el magistratrado, respecto a la triste muerte de los pobres Khiva, y Ventvógel;- pero en cierto modo no me parece ésta la manera conveniente de empezar un libro. ¿Y, por otra parte, soy yo un caballero? ¿Qué es un caballero? Yo no lo se claramente; y eso que he tenido que manejármelas con negros- ¡negros! no, borrare esa palabra porque me disgusta. He conocido nativos que lo son, y así lo dirás tú, Enrique, hijo mío, antes que termines la lectura de este cuento, y he tropezado con blancos miserables, repletos de dinero, y apenas salidos del hogar que no son tales caballeros. En fin, de todas maneras, nací caballero, aunque mi vida entera solo ha sido de un desgraciado viajero, traficante y cazador. ¿Lo soy aún? No lo se, tu debes juzgarlo y bien sabe el Cielo como de ello he tratado. En mis días he matado muchos hombres, pero jamás prive a un ser innecesariamente de su vida, o manchado mis manos con sangre inocente, siempre obligado por mi propia defensa. El Todopoderoso nos dio la existencia y supongo ha querido que la defendamos, a lo menos yo he obrado de acuerdo con tal idea, y espero que esto no será contra mi cuando llague mi hora. Allá, en aquellos países, el hombre es cruel y malvado, y para un ser tan tímido como yo, he tomado parte en demasiadas matanzas. Imposible me es decir qué derechos tenía para ello; pero buenos o no, por lo menos jamás he robado, si bien es cierto que una vez engañé a un kafir quitándole un hato de ganado; y, aunque después él me hizo una mala jugada, nunca he estado tranquilo sobre el particular.
Ahora bien, hace unos dieciocho meses que por primera vez me encontré con sir Enrique Curtis y el capitán Good lo que ocurrió, como digo a continuación. Había estado cazando elefantes más allá de Bamangwato con suerte bien desgraciada; todo me salió mal en aquella expedición, atacándome, por último, la fiebre para coronar los contratiempos que había sufrido. Tan pronto como recobré la salud, regresé como pude al Campo de los Diamantes, vendí el marfil que tenía, como también mi carro y bueyes, despedí a mis cazadores y tomé el coche correo para el Cabo. Después de gastarme una semana en la ciudad de este nombre, habiendo averiguado que me cobraban más de la cuenta en el hotel, y visto todo cuanto allí hay que ver, incluyendo el Jardín Botánico, que en mi concepto puede hacer gran beneficio al país, y las nuevas casas del Parlamento, que creo no harán cosa por el estilo, determiné volver a Natal por el Dunkeld, el cual aguardaba en el dique al Edinburgh Castle,,que venía de Inglaterra y debía llegar de un momento a otro. Tomé mi pasaje, me fuí a bordo, y aquella misma tarde, después que los pasajeros que para Natal traía el Edinburgh Cstle verificaron su trasbordo, levamos y nos hicimos a la mar.