«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»
A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más
agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes
clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los
príncipes, pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente, o por tratar
demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y
penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de
un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón
por su proximidad.
Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un
momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con
gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que
se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres
rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación
las mejillas de Vronsky.
La causa principal de que el Príncipe le resultase tan
insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y
lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a
un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud, y esmerado en el
cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero, y eso Vronsky no
podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y
sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.
Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito;
pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato
despectivamente bondadoso que se le dispensaba le ofendía.
«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se
preguntaba.